Enrique Hernández D`Jesús

Enrique Hernández con el poeta libanés Adonis

La summa del rostro
Por Amparo osorio

Con generosa y paciente sabiduría y una voluntad indoblegable por establecer vínculos entre el arte y la vida que nos permitan develar secretas realidades en los mundos insólitos de grandes creadores planetarios, Enrique Hernández D´Jesús, fotógrafo, editor y poeta venezolano (Mérida, 1947), se ha convertido en el artífice de una de las más grandes colecciones fotográficas de América Latina, que ya supera los 3.000 rostros.
Conjuntando, en su serie más emblemática, el retrato, la caligrafía y el poema de su personaje elegido, a fin de que desde el vaivén de estos barcos imaginarios hagamos el viaje, el fotógrafo impugna una realidad perturbadora, la de la luz fundida con un grafismo que como en el Génesis bíblico, podría emularla. Un viaje entre lo uno y lo otro, por entre materia y espíritu, en una fecunda travesía lúdica.
Estas imágenes emiten remolinos de sentimientos. La figura de un rostro junto a una caligrafía nerviosa de un poema que gira en torno funda un oleaje rítmico, un verso a la deriva.
Estos retratos intervenidos poéticamente por sus propios modelos imponen una fuerza singular. Los contemplamos y los leemos con los ojos de la mente. Los escuchamos desde el tiempo de todos los tiempos, porque quizá –y allí radica el arte de Hernández D’Jesús–, su secreta pasión es derrumbar los tiempos lineales de la historia, para legarnos los tiempos de la poesía. Es decir, la poesía como historia misma con su transcurrir atemporal y metafísico. No nos muestra este trabajo a una generación literaria o artística; el suyo es un profundo recorrido por vertientes extrañas, esas que emanan de las singulares líneas de los rostros y de las palabras poéticas del hombre.
Instantáneas de Adonis, Allen Ginsberg, William Burroughs, Yevgueni Yevtushenko, Enrique Molina, Octavio Paz, Lawrence Ferlinghetti, José Saramago, Anne Waldmann, Emilio Westphalen, Gregory Corso, Issa Makhlouf, José Watanabe, Juan Gelman, Ledo Ivo, Rafael Alberti, Roberto Juarroz, Salah Stétié... lecturas misteriosas que otorgan a veces una nueva imagen y que trascienden a la expresión fotográfica misma: a través del rictus, ese sello personal y único que nos conduce a otras realidades interiores.
El destello final surge de la percepción del poema en sus lenguas originarias. Al hacerlo, pareciera que entramos a una ventana mágica que nos transporta por arquitecturas góticas, por cielos impensados, por insospechadas geografías que pueden remitirnos incluso a las iniciales noches de Sherezada o a las señales de Odín, porque también esta incomparable colección de caligrafías posee una extraña individualidad que la aleja del contenido del poema, otorgándole un corpus propio que encierra el enigma de un lenguaje primero y universal.
Un poema en Náhuatl, hopy o maya por ejemplo, puede remitirnos a través de sus jeroglíficos a la historia de la Conquista de México. Recorremos las complejas simetrías de otros idiomas, entramos a la dulce y exótica Beirut escalando la arquitectura de un poema de Joumanna Hadad o nos adentramos a la mítica cultura japonesa como en el retrato de Tendo Taijin, aquí publicados. Fusión de rostro y palabra esencial de lo poético, quintaesencia de la existencia, vestigio incorruptible del hombre en su sobresaltado paso por la Tierra. Estos signos, símbolos, ideogramas, silabarios y letras que fijan la morfología de las palabras, nos guían a la emoción de sus metáforas poéticas. Contemplar es otra forma de leer. Sí, caligrafías que contienen el alma de una lengua, palabras que suben en espiral por los hilos invisibles que van tejiendo los diversos idiomas del mundo.
Asomándonos a otra parte de sus diversas colecciones fotográficas, realizadas siempre bajo el dominio de un alto contraste, encontramos los puertos de la infancia, la onírica melancolía de unas múltimuñecas que abren el ayer que nunca ha huido o lo dictan una vez más en los ojos estáticos de esos cristales envejecidos. Rememoramos como si fuera nuestro, ese tiempo insepulto lleno de objetos, que se va constituyendo en sumas y restas de un enigmático devenir. Contemplamos manos crispadas que se abren para asir un rostro, caballitos donde todavía cabalgan los sueños, dorsos perdidos en la bruma de las olas, objetos que se enlazan como una constante metafísica que pretende llevarnos a los puertos del origen.
El periplo de su ojo errante ha sido muy extenso, del retrato clásico podemos ir al los cuerpos enardecidos, de objetos desechados en las calles a las figuras de las letras más representativas de Venezuela, Colombia, México y Argentina, que tienen su fundamental espacio en estas memorias claroscuras. Así como un día oprimió 86 veces el obturador frente a Jorge Luis Borges para celebrar en luz detenida su tiempo cada vez más fugitivo, también emprendió hace una década su famosa serie de “Escritores Embotellados”, expuesta en varios países de América Latina, en la cual el espectador encuentra la ironía de la búsqueda estética propuesta por su hacedor y donde el rostro del personaje ovalado por la forma del cristal que contuviera en su pasado la bebida embriagante, nos ofrece un signo dionisiaco del universo poético.
El suyo en síntesis, es arte sobre arte. Un arte independiente que se suma a la abstracción de los sueños y a la supremacía lúdica de sus obsesiones permanentes. Queda apenas preguntarnos: ¿Nos lee Hernández de Jesús en sus noches de generosas utopías? ¿Al leernos estamos leyéndolo a él y asistiendo a sus amorosas conquistas o a sus largas disquisiciones poéticas? Esto no lo sabremos nunca, pero sus privilegiados vasos comunicantes con el arte, parecieran decirnos que hacemos parte del delirio de este hermano venezolano que ha creado con estos mundos paralelos uno de los más reales y conjurados caminos de la fraternidad.

Brevedades Mexicanas

Marco Antonio Campos

Hacia 1962, en una pregunta a Juan José Arreola, que es un comentario, Emmanuel Carballo (Protagonistas de la literatura mexicana), apunta: «Creo que tú eres una consecuencia lógica de la tradición imaginativa de nuestra prosa y no una flor de invernadero; creo, asimismo, que procedes de una línea que en el siglo XX inauguran Torri, Reyes, Silva y Aceves y Díaz Dufoo hijo». En diversos ensayos, artículos o prólogos, desde hace 25 años, hemos insistido en una admirable tradición paralela de la narrativa mexicana: la literatura imaginativa de brevedades. Es decir, esa suerte de textos, que viven unos instantes como un relámpago o un torbellino súbito, y que pueden tener una vida aislada como género o donde se emparientan en variadas combinaciones entre sí, en unas cuantas líneas, el cuento, el poema en prosa, el ensayo, la fábula, la estampa...

En general son rasgos característicos de la brevedad imaginativa inolvidable, la frase pulida y brillante, o al menos eficaz; que, de la primera a la última línea, hacen que palabras sean como una cuerda de fuego; que debajo de la historia corra otra historia y asimismo que en los textos exista al menos un mínimo sistema de referencias culturales. Nadie entre nosotros, en esta suerte de joyas envenenadas, ha superado a Julio Torri y a Juan José Arreola.

Rafael Barrett

Dueño de una biografía casi tan neblinosa e inasible como la de Lautréamont, Rafael Barret fue un ensayista, narrador y periodista español que terminó inscrito en la literatura paraguaya, país que, faltando tan solo un año para el centenario de su muerte, le considera uno de sus principales revolucionarios y vanguardistas, como lo ha escrito bellamente Augusto Roa Bastos.
Nacido en 1876 y muerto en 1910, su corta vida estuvo marcada por incontables destierros y un ánimo pugnaz contra todas las formas de vileza, enmascaramiento, idolatrías o farsa. Tal vez por eso, Barrett, a tiempo de empuñar la pluma, no perdió ocasión de retar a duelo a todos sus adversarios ideológicos. Residió en Argentina, Brasil, Inglaterra, España, Francia, Uruguay y Paraguay, siempre trabajando como periodista en los principales diarios. Escribió varios libros –Moralidades actuales, El dolor paraguayo, Mirando vivir, Páginas dispersas, Al margen– pero en vida no tuvo mucho reconocimiento literario.
Para probar su grandeza basta con recurrir a Jorge Luis Borges, quién en una carta de 1.917 a su amigo Roberto Godel escribe: “Te pregunto si no conoces a Rafael Barrett, espíritu libre y audaz. Con lágrimas en los ojos y de rodillas te ruego que compres Mirando la vida de este autor. Es un libro genial…”
Rafael Barret es considerado un precursor de la insurrección existencialista y, por su manera de percibir sacrosantas instituciones como la iglesia, el matrimonio, la revolución y el estado, como un anarquista en la más precisa acepción de esa maravillosa palabra.



GALLINAS

ientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada.
La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis aves, y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llena para mí de presuntos ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil.
Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas el intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí, y cegado por la rabia maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso acep­tar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo y en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presu­puesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver.
¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfian­za y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario...

Hernán Díaz: El ladrón de instantes...

Por Iván Beltrán Castillo

Es el gran icono de la fotografía colombiana del Siglo Veinte (si se considera la hermosa e incurable mexicanidad de Leo Matiz), el retratista memorable, el gran demiurgo de una estética visual que, más tarde, sería adoptada, con o sin conciencia, por una horda enardecida; pero se ha negado a gozar de una manera obscena de las mieles del triunfo, despilfarrando una discreción y un extrañamiento que a veces parecen adoptar la forma del desdén, de la crítica lúcida, el venenoso sarcasmo y el arrobamiento interior.

Sabe que retratar es embalsamar prematuramente, detener para siempre un atroz o hermoso parpadeo, celebrar el abismo, aislar un objeto de su contexto mortífero. Afirma que quienes ejercen este oficio, peligroso y abisal, tienen el ojo hambriento y el oído aguzado, para escuchar cómo se desliza, en puntillas, el señor del tiempo.

Hernán Díaz lleva cincuenta años inmerso en su maravilloso ritual -–temeraria escaramuza con Cronos– y ha obtenido, como contraprestación, el esplendor y la amargura, el edén y el averno, la comunión y el desamparo, el hallazgo deslumbrante y el paso perdido, sabedor de que, contrario a lo que podría imaginarse, el fotógrafo es un ser solitario al que asilan y encarcelan sus propias imágenes, y alguien a quién el mundo solamente se rinde cuando ejerce su profesión insensata.

Su obra está habitada de imágenes táctiles, tan próximas y cálidas como un abrazo evasivo, y las creaturas que la pueblan, las víctimas de sus disparos, fueron atrapadas en los grandes salones palaciegos, en los círculos donde gozan y se incineran los «preciosos» burgueses, en los apartamentos lóbregos de los exiliados voluntarios, en las densas buhardillas que atestiguaron la hambruna inaugural de los grandes pintores y el discurso obseso de los novelistas en ciernes; en las habitaciones de unas mujeres tan deseables y espléndidas que habrían merecido ser eternas, y la mayor parte de sus «capturados» encontró, de una u otra forma, las puertas de acceso a la fama, a la popularidad y al poder, lo que lo convierte en el dueño de un magnífico friso social, especie de «Comedia Humana» balzaciana escrita con los verbos y los adjetivos de la luz...

Él recuerda: cuando era un niño, descubrió en El Tesoro de la Juventud –clásico infantil de los años treinta y hoy por hoy reliquia de coleccionistas– lo que por entonces se llamaba, de manera surrealista, la Máquina de Retratar, pero a cambio del asombro y la sensación de fantasía alquímica que ganaba a los otros intuyó que, con uno de esos engendros inventados por la modernidad, se podían capturar los rostros, los paisajes, los minutos y, lo más importante, se lograba acechar a la belleza, la furtiva esencial. Por eso se dio a la fabricación manual de la máquina que detiene el río, con una entrega y una disciplina que contradecían la abulia y el hartazgo de sus horas escolares. Fue la iniciación de una esplendorosa e incesante condena, la misma que lo hace proclamar ahora, con gesto peripatético: «solamente una vez accedí a la tentación de abandonar el trabajo, alejarme de la fotografía: fue en 1982 y como resultado caí enfermo y estuve a un paso de morir... Solamente el arte me mantiene con vida: es el encargado de que siga fluyendo, alegre y libertaria, la respiración...»

Descubrió pronto que un cazador de imágenes es un viajero perpetuo, y que en el nomadismo encuentra su destino y pule con paciencia sus armas de batalla. Estuvo en Nueva York y en París, en Roma y Berlín, en Ciudad de México y Ámsterdam, siempre con la cámara presta para profanar el secreto de la piedra, o la voz antigua de los antepasados que –como lo descubrió Lawrence Durrell-–, en todas partes del mundo buscan los suspiros de los vivos, para que los reintegren, aunque sea durante una simple fracción de segundo, a la miseria y grandeza de la vida terrena.

Desde las entrañas rebeldes y convulsas de los años sesenta, sus fotografías empezaron a circular de manera constante en libros y revistas y un grupo de fervorosos lo transformó en el gran elegido, la lente privilegiada, casi un objeto de culto, especialmente desde que hizo los primeros desnudos fotográficos, abriéndole una herida mortal a nuestro sofocante y abstruso catálogo de escrúpulos. Es en ese sentido el padre terrible del escándalo, el colonizador de la nación del deseo, siempre vigilada y reprimida.

Desde temprano se decretó alumno de Richard Avedon, el fotógrafo norteamericano cuyos modelos, tiznados por el cieno de la escaramuza cotidiana, describen morosamente las fatales olimpiadas del tiempo.

En este artista se descubre, postula Hernán, toda la grandeza posible de los obreros de la luz, que es, según él, la definición más certera para esta prestidigitación, donde se combinan y entrelazan, milagrosamente, la mayor zona posible de realidad –el objeto capturado– con el territorio extremo de la ilusión –la celda que lo captura.

Su primera carnada erótica fue la modelo Dora Franco. Eran los años sesenta y ella electrizaba a los hombres, desde los millonarios, los herederos y los afortunados, hasta los que nunca serían capaces de lanzarle un elogio porque la consideraban un exceso de la voluptuosidad.

El pacto se dio sin demasiados comentarios, sin dubitaciones, con la convicción de un maravilloso complot, y en medio de la sesión fotográfica ambos supieron que John F. Kennedy había sido asesinado en el sur de los Estados Unidos. Sin embargo, no interrumpieron la marcha de su insurrección sensual, eclipsados ante el esplendor atemporal del cuerpo, y desdeñaron como prófugos felices, los pormenores catastróficos de la aborrecible historia.

No es una hipérbole decir que Hernán Díaz ha escudriñado, con igual proporción de incredulidad y de asombro, el cuerpo erótico y el cuerpo social, pero solamente del primero obtuvo una contraprestación decente. El otro únicamente le legó cierto sabor salobre que a veces envenena sus atardeceres.

Así, desde la desnudez del cuerpo, o la cárcel de la gestualidad, desde el restallante histrionismo de la gran farsa social, los rictus enardecidos del poder y su fatal torrente, el fotógrafo se erigió en ladrón de los instantes, del minuto tembloroso, y demostró, para el asombro de sus espectadores, que lo mediocre y lo banal son tan perecederos como lo sublime.

Arrancados de su periplo desesperado y finito, los hombres y mujeres que conforman esta galería esfumada arrojan un extraño fulgor, se desprenden de la cautela y el presidio que se construyeron a sí mismos y se funden en una sola, bella, apocalíptica e inolvidable hermosura. Tal vez por eso, Hernán siente ahora que ha tentado al porvenir y sus espectros a la manera de los héroes trágicos, y, sin embargo, continúa su tarea: robar el fuego del instante antes de que se transmute en hielo

Señales en el camino

Por Marco Antonio Campos

Días de larga lluvia o niebla espesa en el otoño frío de Bogotá. Casas e iglesias con dos o cuatro techos donde la arcilla roja da color a la mirada que se perdió en el gris. Campanarios de donde vuelan cada hora campanadas para que se oigan en toda Cundinamarca. Balconerías verdes y azules con el material de hace mucho tiempo.

En la plaza de Bolívar, pletórica de palomas grises, bebo un vaso de sangre en honor de los cainitas, mientras se agita triste la bandera de Colombia en el Palacio de Justicia. Por el número de palomas no se puede ver en la plaza otro color que el gris y por las nubes no se puede ver en el cielo otro color que el gris. Sigo por la Calle Real. Por su larga herida a lo largo de su verde geografía, a veces amo en el dolor tanto a Colombia como amo a México. Me detengo. Hay algo en el aire como una música: la voz de hoja temblorosa de las bogotanas, que codiciarían en el alba las alondras, me hace difícil la respiración. Cada quien quiere a su manera, es bueno o malo a su manera, y se reconcilia así, pero ni mis padres ni yo nos entendimos nunca. Los malos hijos seremos siempre los malos hijos pero no hay nada de qué arrepentirse.

Llego a la Avenida Jiménez. De las iglesias lindantes de San Francisco, la Veracruz y los Estigmas, estalla en luz el oro que se extrajo del fondo de los socavones para entregárselo en las manos a Dios. Aquí enfrente, desde la acera oriental del parque Santander, sale a diario a caminar de noche José Asunción Silva para oír los murmullos de hombres y mujeres que se quedan en los follajes de los árboles, reconocer las sombras de la Bogotá de 1890 y para buscar los pedazos del corazón que perdió y los despojos del Cristo caído.

Bajo una lluvia pertinaz, frente a la tumba compartida de Silva y de su hermana, he llorado al pensar en aquello que no pudo ser ni podía serlo.

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© Marco Antonio Campos

Ventana a Colombia

Por Margarito Cuéllar

Una de las ventanas de mi casa, por lo regular abierta, da a Colombia. Me gustaría ver el país completo, pero no me es posible. Sólo alcanzo a ver Bogotá, Medellín, Villa de Leyva, Tunja y Villavicencio. El resto se ve a través de otras ventanas: la de los diarios, los noticieros de televisión, la Internet, los amigos que aún siguen en Colombia y los que se han ido.

Ver un país a través de una ventana es limitado y peligroso. De Villa de Leyva veo un pueblo lleno de turistas y un cielo transparente. En una de las lomas se alza la maloca de Beatriz Camargo, plena de magia teatral, austeridad y energía. Algunas vacas pastan en el campo y los extranjeros buscan hongos.

De Tunja, la ciudad de los poetas, recuerdo una gran plaza central rodeada de edificios históricos y a Guillermo Velásquez Forero –autor de prosas breves que son una radiografía precisa del humor, el sarcasmo y la reflexión crítica– renegar de Carlos Vives en plena rumba, pero sin dejar de bailar La gota fría. De Villavicencio evoco un par de días con un derrumbe en la carretera que impidió el regreso por tierra de un poeta ecuatoriano (Iván Oñate), un colombiano (Juan Pablo Roa), un dominicano (Alexis Gómez Rosa) y un mexicano (yo). Retraso que impidió a algunos de nosotros estar presentes en Bogotá durante la clausura del VIII Festival Internacional de Poesía, organizado por la revista Ulrika y la Casa de Poesía Silva. Recuerdo una lluvia interminable en el pequeño aeropuerto de Villavicencio, una revisión minuciosa por ser zona con presencia de la guerrilla, un avión para doce pasajeros que me daba la impresión de que era manipulado al antojo del viento; parecía que nunca dejaría de llover, aún dentro del aparato, y que no aterrizaríamos nunca en Bogotá, ya que un vuelo de 45 minutos se prolongó horas.

De Medellín retengo la idea de una ciudad moderna. En 1999 era peligroso transitar por sus calles, pero no tanto como en años anteriores. Desde el Cerro de Nutibara, al que subí aterrorizado en la motocicleta de un alumno de ese poeta mayor, en toda la extensión de la palabra, que es X504, vi elevarse los cometas de variados colores y formas. En esa ciudad sentí la presencia de Porfirio Barba Jacob, no sólo en la Biblioteca Piloto, donde hay abundantes documentos de este poeta nativo de Santa Rosa de Osos, Departamento de Antioquia, sino en la mística de algunos poetas, dotados de cierto aire maldito.

En Medellín los poetas de Prometeo (Fernando Rendón, Gabriel Jaime Franco y compañía) han hecho un verdadero campo de cultivo de la poesía, a través del cual le dan vida a un festival internacional de poesía que goza de prestigio en todo el mundo, a la revista Prometeo y a la Escuela de Poesía.

A propósito dejo al final la ciudad de Bogotá. Antes del verano del 99, época a la que se remontan estas vivencias, la idea que tenía de Colombia era la que transmitían las novelas de García Márquez y la música vallenata, la cual llegó al norte de México, concretamente a Monterrey, a través de Los Corraleros y de grabaciones de Andrés Landeros y Aniceto Molina.

La carrera Séptima me sorprendió un domingo de julio, cuando desde el noveno piso del Hotel Baviera desperté con vista a la Caracas. Un domingo sin gente, salvo los ciclistas y los que caminaban y corrían por la carrera Séptima, que los domingos dejaba de ser arteria vehicular y se transformaba en paseo.

Había aterrizado en el aeropuerto El Dorado un sábado de altas y blanquísimas nubes en el cielo de Bogotá. Ese cielo casi cristalino contrastaba con la atmósfera de violencia, terror y muerte que se respiraba a través de los noticieros. A México llegaba de Colombia un olor a cadáveres descompuestos y no se veía por ninguna parte ese cielo claro, revisto en otros tiempos por Alfonso Reyes, Carlos Pellicer y Gilberto Owen. Recuerdo un almuerzo con los poetas colombianos convocados por María Mercedes Carranza en la Casa de Poesía Silva. Ahí me acerqué por vez primera al humor inteligente de Darío Jaramillo Agudelo, de quien había leído en el avión una biografía de José Asunción Silva publicada por la UNAM. Con Darío coincidiría al año siguiente en el Encuentro de Poetas del Mundo Latino de Oaxaca, México. Ahí estaba la elegancia y el sarcasmo en persona en la figura de Jotamario Arbeláez, con quien coincidiría tres años después en la ciudad de Washington D. C. durante un maratón de poesía. Aquel verano Jotamario me pareció una figura emblemática, casi patriarcal, ensimismado en su barba blanca y su traje de funcionario cultural.

Pienso en la mirada desconfiada y un tanto huraña de Rafael del Castillo Matamoros, organizador del Festival de Poesía en Bogotá; hombre de las confianzas de María Mercedes Carranza que me brindó todo tipo de apoyo para moverme a mis anchas por las pasarelas literarias de Bogotá y Tunja.

Jorge Rojas Otálora y Fabio Jurado me invitaron a publicar un pequeño volumen de poesía en la colección Viernes de Poesía, de la Universidad Nacional de Colombia; así que en el 2000 apareció Plegaria de los ciegos caminantes, librito que plasma, entre el vértigo y el deslumbramiento, el amor y la distancia, la atmósfera de dos países: Colombia y México. Con el paso del tiempo la ventana a Colombia siguió abierta. A través de ella conocí la poesía de Henry Luque y la de Juan Felipe Robledo y en México con Juan Manuel Roca redescubrí Xochimilco. La muerte de María Mercedes Carranza sigue siendo una herida profunda para quienes amamos la poesía y la paz. Mi ventana a Colombia tiene un portal al que suele asomarse, entre la bruma y la vigilia, la figura de una mujer que va por las calles de Bogotá con la esperanza y el amor a cuestas, haciendo florecer sueños locos y configurando palabras y tarjetas postales a la manera de los rapsodas y los artesanos de los días.

Y aunque la violencia sigue alcanzando índices de alarma y el bombardeo de notas sobre desplazados, bombazos, enfrentamientos, lágrimas, luto y secuestros siga siendo el pan de cada día de los noticieros, conservo la firme esperanza de que un día –espero ser testigo de ello– la palabra paz ondeará en el cielo de Colombia como una bandera que se vislumbra desde el cielo de Utopía.

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© Margarito Cuéllar

Un tenue plumaje de llovizna

Por Hugo Gutiérrez Vega

La semana pasada entró un caballo cargado de voluminosas cajas a la plaza de un pueblo colombiano. Se detuvo frente a una farmacia y, a los pocos minutos, estallaron los poderosos explosivos que llevaba en las cajas. Los muertos y los heridos cayeron a su alrededor y empezaron a desplomarse los muros de los edificios que rodeaban la pequeña plaza. De esta manera, las FARC u otros grupos violentos o los horrendos paramilitares (no guerrillas sino bandas terroristas empapadas en odio, crueldad e inmoralidad) vengaban una delación y castigaban a los habitantes del poblado.

Cobro por protección, rescates de los secuestros, tráfico de drogas, asaltos, robos, extorsiones, asesinatos, caballos explosivos, coches con dinamita, crueldades sin nombre, violencias sin el más pequeño límite humano... estas son algunas de las acciones cometidas cotidianamente por las lumpenizadas FARC y por los otros que han establecido en nuestra querida Colombia un poder paralelo que no obedece a los dictados de la moral y que ha enloquecido progresivamente uniendo al ya declamatorio fundamentalismo las pillerías de los narcos y de las bandas de delincuentes. Algo les queda de la retórica del maoísmo catequístico o del marxismo parroquial (véase la doctrina recitada por Doña Martha Haernecker), pero lo que priva es un enloquecimiento que crece día con día, una desconfianza brutal en todo lo humano y la bestialización que caracteriza a las bandas terroristas.

Acabo de pasar cinco días en la entrañable Bogotá. Fui a dar una conferencia en las celebraciones de los 350 años de vida de la Universidad de El Rosario (el antiguo Colegio que dio tantos miembros distinguidos a la judicatura colonial, tanto de la Nueva Granada como de la Nueva España y el Virreinato de Lima) y a participar en un coloquio sobre Literatura y Poder. Di, además, dos charlas en la Universidad Nacional y un recital de mi poesía en La Casa de José Asunción Silva, institución ilustre que mantiene viva la llama de la poesía en todos los territorios de la lengua española. Unas semanas antes de mi llegada, su directora, la poeta María Mercedes Carranza, se había quitado la vida (las FARC tenían secuestrado a su hermano y ella vivía un permanente desasosiego provocado por la violencia civil). Le dediqué el recital y recordé a su padre, el poeta Eduardo Carranza. Cerré mi participación leyendo un poema sobre el 11 de septiembre de 1973 y recordando al Presidente Constitucional de Chile, Salvador Allende, uno de los verdaderos demócratas y de los genuinos socialistas que en este mundo han sido y, sobre todo, un ejemplo de respeto a la ley y de coherencia entre el pensamiento y la acción.

Había más de trescientas personas en el recital y todos se pusieron de pie para recordar al gran demócrata americano y a la poeta acorralada por el terrorismo asesino. De esa manera, los Pinochetes, los Videlas, los terroristas del plan Cóndor y los que asesinan niños con caballos cargados de explosivos, por un momento dejaron de ser tan pavorosamente reales como fueron y son, y una especie de brisa humana se unió a los vientos fríos de la Bogotá que entraba en la noche. Recorriendo la sabana con el Decano de las Facultades de Política y Gobierno y de Relaciones Internacionales de la Universidad de El Rosario, el filoheleno Eduardo Barajas y con Enrique Serrano, escritor y erudito dedicado al estudio de lo bizantino, recordamos que Don Víctor García de la Concha, el mandamás académico peninsular lamentó hace poco el hecho de que el español del futuro va a ser el que ahora se habla en México, cuando lo mejor sería que fuera el que se habla en Colombia. Tiene razón el académico, pues en el ex reino de Nueva Granada existe una sana vigilancia lingüística que enriquece y corrige al castellano. Se trata de un fenómeno social que tiene amplias repercusiones y, me decían los amigos académicos, se mantiene en constante lucha con los doblajes televisivos mexicanos, las telenovelas y los programas que les llegan de ese pozo sin fondo de vulgaridades y de pobrezas lingüísticas que es la televisión comercial mexicana.

Por otra parte, Don Víctor reconocerá que su península no es una modelo de vigilancia y que en Iberoamérica se habla de la necesidad de que las películas españolas tengan subtítulos, pues resulta difícil entender los farfulleos que obscurecen la vocalización de los actores peninsulares (hay excepciones notables. Pensemos en el excelso Fernando Fernán Gómez), así como la construcción atrabiliaria y los giros de lenguaje locales.

Fabio Jurado, gran rulfiano y Darío Jaramillo, poeta excelente y promotor cultural, me presentaron en la Casa de Poesía. Recorriendo sus patios me puse a repasar las palabras del Nocturno... «Una noche, una noche, una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas»... y a pensar en los espíritus de León de Greiff, Jorge Gaitán Durán, Porfirio Barba Jacob, Jorge Isaacs y José Eustasio Rivera. Mucho nos ha dado Colombia y mucho nos seguirá dando, pues las nuevas generaciones de escritores están ya ocupando sus lugares. Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Cobo Borda, Darío Jaramillo y otros relativamente «maduritos» son la columna vertebral de una de las literaturas más ricas del continente.

México anda bien representado por esos rumbos, pues el entusiasta embajador Ortiz Monasterio y el emprendedor e inteligente Agregado Cultural, el periodista Eduardo Cruz, realizan una labor notable.

Con algunas revistas de literatura en las manos, llegamos a Usaquén, el hermoso poblado que ya devoró la ciudad tentacular, mi amigo Eduardo Barajas, Luis Tovar y las maestras del Rosario, Luisa, Francesca, María Elena, María Fernanda y su hijo Daniel en pleno sueño. Comimos arepas de huevo (las costeñas), un ajiaco capaz de restaurar las fuerzas de Barba Jacob en una madrugada de domingo y una ilustre sobrebarriga. El jugo de lulo nos acompañó con su gusto agridulce. Vino a la mesa el poema de amor de Gorostiza: Declaración de Bogotá. Lo escribió en los días del «bogotazo», del asesinato de Gaitán en la avenida Jiménez y de la reunión Panamericana. Lo leímos y observamos la figura «que la ventana intenta retener a veces».

Cuando salimos a las calles de Usaquén, Gorostiza nos dijo lo que pasaba: «La entristecida Bogotá se arropa en un tenue plumaje de llovizna». En la calle giraba un vallenato y descendía el aire «de la negra montaña tempestuosa».

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© Hugo Gutiérrez Vega

Colombia, la cruel felicidad

Por José Ángel Leyva

Casí no hay lugar donde haya viajado que no me encuentre un colombiano, incluyendo mi país. Unos huyendo de la violencia, otros sembrando una imagen de ladrones y narcotraficantes, otros pocos conociendo mundo y haciendo currículo, algunos más estudiando o desempeñándose con éxito en sus respectivas profesiones y oficios. No podría decir por qué los reconozco antes de identificar sus acentos, quizás su esmerada cortesía, su cautela, el aire de estar en cualquier sitio con dominio de terreno y la mirada a las vivas, porque no todos los colombianos bailan cumbias ni se sienten obligados a seducir al sexo contrario, ni son personajes o narradores del mundo garciamarquiano, o vienen del Despeñadero de Fernando Vallejo. Y sin embargo, Colombia les otorga todos esos rasgos distintivos, porque al igual que los mexicanos, no podemos despojarnos de lo que el cine nacional y la literatura nos ha impuesto como clichés. Quizás la clave me la dio Álvaro Mutis durante un conversación en su casa de San Jerónimo, en la Ciudad de México. Le pregunté si extrañaba el paisaje de Colombia, después de tantos años fuera de ésta, que representan más de la mitad de su vida. Me contestó que sí, pero lo encontraba sin dificultad en ciertos rincones de México, donde la gente incluso era como la colombiana. Puso como ejemplo las zonas cafetaleras de Veracruz.

Uno de los primeros lugares donde viví, cuando vine estudiar psiquiatría a la Ciudad de México, fue justamente en un departamento alquilado por colombianos. Yo era, como ellos, un extranjero en la inmensa ciudad ajena a mis orígenes. Ángela y Arturo fueron mis compañeros y amigos iniciales en esta megalópolis que no sólo me atrapó, sino me habita. Más que una casa, era una especie de aeropuerto donde aterrizaban todos los colombianos que se enteraban de que allí, cada fin de semana, de jueves a domingo, había rumba y hospedaje. Fluía todo tipo de personajes con destino a Estados Unidos, a Nicaragua, a El Salvador, a Europa, a las universidades mexicanas, a cualquier lugar donde pudieran reiniciar sus vidas o sus luchas. La revolución sandinista y las hazañas del M-19 eran a menudo puntos de conversación y divergencia cuando se trataba de colombianos cercanos al régimen de su país, pero nunca motivo suficiente para reñir en medio de un gozoso reventón o en una mesurada fiesta en Casa de Colombia, cuya existencia me parece efímera.

Se hablaba del ajiaco y del sancocho, de la montaña y de los paramilitares, pero poco de la intimidad y del pasado familiar. El día que me percaté de sus historias descubrí sus gestos paranoides, su incómodo estar en un país que tenía mucho y nada de Colombia. Ángela Navarro Wolf, quien salió de prisión directamente a la Ciudad de México, me contaba que la desaparición de Bateman, el guerrillero legendario del M-19, se debía a una estrategia para impedir que lo mataran. Supuestamente se encontraba emboscado en la selva de Panamá, desde donde acudiría, como siempre, a festejar cada cumpleaños a una isla donde mandaba traer a su madre, a sus amigos y los grupos de vallenateros que le animaban la fiesta. Eso, me dijo, lo había escrito García Márquez. No volví a saber de Ángela. Uno o dos años después, su hermano, un conocido guerrillero, deponía las armas y se incorporaba a la vida civil y política de Colombia, con el consecuente atentado y la pérdida de una pierna.

Arturo se fue como corresponsal de guerra a Centroamérica. Yo abandoné la medicina por las letras. A veces, durante años, recibía una llamada desde cualquier lugar del mundo en donde había un conflicto político militar y escuchaba su voz aguda y loca narrarme los acontecimientos brutales que él grababa con su cámara. Luego se perdió la comunicación.

He conocido desde entonces a muchos colombianos ligados a la literatura y las artes, incluso a la política, pero creo que ninguno me ha dado una idea tan cruda de su país como esos dos amigos alrededor de los cuales conocí a muchos otros jóvenes huyendo de la violencia y, quizás, inevitablemente buscándola.

Gracias a Rafael del Castillo fui invitado a la Feria del Libro de Colombia, en Bogotá, y tiempo después al Encuentro de Poesía en la misma ciudad. Conocí al fin Colombia, pero no por sus paisajes, sino por sus personajes. Fabio Jurado, Jotamario Arbeláez, Juan Manuel Roca, Guillermo Ovalle, Guillermo y Fernando Linero, Jairo Bernal, Fausto, Arista, Adriana Orozco, Nicolás Suescún, María Mercedes Carranza, Omar Ortiz, Rogelio Echavarría, Localicé a mi viejo amigo Arturo, quien se hallaba viviendo en ese momento en Bogotá. En medio de una conversación de risas y nostalgias, me dijo cuando nos despedimos: «Ay, hermano, de todas las guerras ésta es la peor. En ninguna vi tanta crueldad como en mi propio país. Hace poco la guerrilla sacrificó a un campesino y lo rellenó de explosivos y lo colocó al volante de una camioneta. Al moverlo explotaríamos todos. Pero un militar descubrió la trampa e impidió nuestra muerte».

Lo que he visto como visitante en Bogotá es un pueblo trabajador y organizado, una sociedad pujante y alegre, una ciudad funcional e imaginativa, pero en cada conversación he encontrado la misma pregunta que nos hermana: ¿por qué seguimos enredados en la misma trampa? Esto mismo se lo escribí a María Mercedes Carranza cuando la invité a la Feria del Libro en la Ciudad de México, donde Bogotá era la ciudad invitada y a la cual ya no podría venir porque tenía una cita con la fatalidad.

«Poeta José Ángel: Gracias por tus palabras generosas, que nos estimulan en medio de esta situación tan dolorosa que vivimos. Gracias y gracias por la invitación, pero es cierto que tengo el viaje a Cajamarca. He estado leyendo tus versos, tus duranguraños, y los he saboreado con interés y placer: hay pasión y también sabia meditación en tu escritura. Va un gran abrazo.

Pd: Sigo enamorada de Alforja: ¡qué magnífica revista!». María Mercedes

He dicho que la clave me la dio Álvaro Mutis para comprender que los colombianos pueden hallar el paisaje de su país en muchos rincones del planeta, pero jamás renuncian al paraíso perdido. Fernando Vallejo dijo que no obstante la tragedia, es el pueblo con mayor capacidad para ser feliz. Y ahora, cuando García Márquez atendía con especial emoción y humildad a sus paisanos escritores, durante la pasada Feria del Libro en el Zócalo de la Ciudad de México, me atreví a preguntarle por qué después de tantos años viviendo en mi país, más de 48, no se hacía mexicano. Él me contestó, ante la sonrisa aprobatoria de Mercedes, su mujer, «porque a los mexicanos no les importa que yo tenga otra nacionalidad, me quieren igual por ser colombiano. A mis paisanos no les molesta que viva en México, pero nunca me perdonarían que dejara de ser colombiano, yo tampoco me lo permitiría».

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Fragmento de una crónica inacabada

Por León Plascencia Ñol

A pesar de todo, Bogotá no está lejos, al menos en la memoria del viajero que la aprehendió hace demasiados años, quizá veinte, por boca de Jorge Bustamante, el poeta colombiano de bigote zapatista y empecinado lector y traductor del ruso que vivía por ese entonces en un pueblo perdido de Jalisco, y en donde, los fines de semana me guiaba por Zipaquirá, por la Sabana, pero también por sus estadías estudiantiles en Moscú, por la Yasnaia Polania de Tolstoi, por una tarde perdida en París, por los paisajes cambiantes que iba observando a través de la ventanilla del tren que recorría la estepa rusa, por el mar Caspio y las investigaciones geológicas que realizaba junto con sus compañeros de escuela. 2. Pero dije que estaba principalmente Bogotá, su Bogotá de tardes y mañanas de una juventud vivida en medio de la violencia y que ya había aprendido a imaginarla yo, en esa habitación que era estudio y que daba a la empinada calle Corona. 3. Allí, entre los libros, las fotografías que Olga, su mujer, había dispuesto amorosamente en el cristal del escritorio y los libreros, andaba Bogotá de un lado a otro, pero el frío y la lluvia de la ciudad todavía no aparecían. 4. Costaba imaginarlos desde Ameca, ese pueblo caluroso y seco en donde nací. 5. A veces, en mi imaginación, podía ir mezclando el rostro de Mandelstam con el paso extraviado de León de Greiff por la Carrera Séptima, costaba ubicar geográficamente los recuerdos, tan engañosos siempre. 6. Hablo desde un presente, como si todo estuviera sucediendo en este momento, cuando en realidad estuve en Bogotá, por primera vez, en el siglo pasado y quiero que todo suceda ahora y ya estoy viendo el avión que desciende por la noche en la ciudad. Allí está la Cordillera Oriental de los Andes, la Sabana y miles de luces encendidas de esta ciudad que está a 2600 metros sobre el nivel del mar. Luces que son ojos luminosos de una serpiente que se enrosca entre la cordillera. 7. Afuera del aeropuerto hace frío, un aire terrible golpea mi cara. Me espera el primero de los varios guías que tendré durante estas semanas. 8. Aunque en realidad, traté siempre de escabullirme de todos porque quería conocerla por mí mismo, o mejor dicho, recorrerla ahora sí con el cuerpo, porque sabía muchas cosas de la ciudad mucho antes de haber estado aquí. 9. No tenía planes, me dejaba llevar por la intuición, por esta suerte de azar que siempre me acompaña y me traslada a los sitios más asombrosos o más comunes. 10. Me dejaba llevar, simplemente. 11. Tomaba un bus –no hay metro como en Medellín, que se parece, a veces, a Guadalajara– y allá iba, a donde fuera bueno, siempre viendo a la gente, las calles que se transcurrían, los edificios, las avenidas numeradas, o terminaba por meterme en algún cafecito y me ponía a escribir de todas las imágenes que me iban seduciendo. 12. Anotaciones, frases sueltas para una posible guía que sólo a mí importaba. 13. El cielo de Bogotá, las araucarias, los curubos, los laureles, los álamos, los eucaliptos, las tejas rojas de La Candelaria, las mujeres sorpresivas, hermosas, lo imprevisible del viaje, porque «entre un viaje y otro, al volver a casa, se intenta extender las hinchadas carpetas de apuntes sobre la plana superficie del papel, trasladar las plicas, cuadernos, folletos y catálogos a hojas escritas a máquina. La literatura como mudanza; como en todas las mudanzas, algo se pierde y algo reaparece en los estantes olvidados».1 14. He vuelto a la ciudad, o mejor dicho, la ciudad habita en mí como una enfermedad benévola: crece y se agiganta en los recuerdos. 15. Aquí la memoria no engaña, se deja llevar por diversos meandros. 17. Recuerdo una lluvia y la Casa de Poesía Silva que sirvió como refugio. 18. Las largas borracheras para que desapareciera el miedo. 19. Una paloma solitaria frente al Palacio de Nariño, un extravío por la calle del Cartucho, un roce en Salomé Pagana, los tragos en casa de Fabio Jurado, los poemas de William Ospina, Aurelio Arturo y Raúl Gómez Jattin. 20. La memoria se extiende en un largo territorio y estas páginas se acortan. 21. Lo mejor de todo, es quizá, que Jorge Bustamante me hizo amar a la ciudad antes de conocerla. 22. Aquí no hay vuelta de hoja.

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Arepas y mariachis: Miradas a la cultura colombiana

Por Lauro Zavala

He visitado Colombia en cinco ocasiones, entre 1995 y 2003, y he podido conocer las ciudades de Bogotá, Pereira y Medellín, invitado por distintas comunidades académicas, desde el nivel magisterial hasta el posgrado. Aunque en cada estancia he permanecido alrededor de una semana, estas visitas han sido suficientes para observar de cerca la intensidad de la vida académica, y algunos rasgos de la vida cotidiana.

Una de las primeras impresiones que recibe un visitante proveniente de la ciudad de México al recorrer la ciudad de Bogotá es la sensación de haber llegado a un lugar muy exclusivo, pues en muchas zonas los edificios son de ladrillo rojo. En México, este tipo de construcción siempre está asociado con las zonas más caras, arboladas y modernas del país, donde viven sólo los extranjeros, los artistas y los banqueros.

Por otra parte, siempre me ha parecido admirable el aprecio que hay en Colombia por la cultura popular mexicana. Me ha ocurrido, invariablemente, que cuando he abordado un taxi, la música en la radio es mexicana (boleros, rancheras y hasta corridos norteños), y los taxistas conocen la letra mejor que yo mismo, y la cantan a todo pulmón. Además, en cada ciudad que he visitado hay al menos un centro de mariachis que tiene actividades todo el año. Si el alimento más característico de Colombia es la arepa, el de México es la tortilla. Además de estos elementos comunes entre nuestras culturas, también hay diferencias notables. Sin embargo, a pesar de que ambos acompañan cualquier guisado y están hechos de maíz, ahí terminan las similitudes. La tortilla es una especie de disco muy delgado y flexible, que ahora es el alimento preferido de los astronautas. La tortilla siempre se come caliente y recién salida del nixtamal, y puede ser enrollada o usada para sopear los frijoles, es decir, como una especie de complemento comestible del tenedor. En cambio la arepa (para un mexicano) es una bola dura y desabrida, similar al totoposte hondureño. Los colombianos que viven en México han adoptado sin dificultad la tortilla, pero yo no podría comer arepa todos los días.

Antes de que estas declaraciones provoquen una queja ante el consulado de México en Colombia, me apresuro a declarar que en cada visita he podido observar otros elementos culturales muy atractivos. Por ejemplo, es muy interesante el hecho de que las mujeres de cada región del país tengan una personalidad marcadamente distinta. Las bogotanas son elegantes y discretas, mientras las mujeres de la costa son sensuales y desinhibidas, y las de la región central son cariñosas y coquetas. Estas diferencias son apreciables en su manera de bailar, de hablar, de vestir e incluso de mirar. Sin embargo, no creo que en Colombia podría llegar a haber algo similar al culto a Eva Perón o a Jacqueline Kennedy. Tengo la impresión de que la mujer colombiana, en toda su diversidad, es más una compañera que un objeto lejano y especial.

Pasando al terreno académico, me ha sorprendido la intensa comunicación que existe entre los grupos de investigadores, que siempre están al tanto de lo que ocurre entre sus colegas de las otras regiones. Me parece que las comunidades académicas allí han creado una red informal muy efectiva de intercambio permanente. Y esto es muy notable para mí, pues en México nadie se entera nunca de lo que hace el vecino del cubículo o del salón de clases, y mucho menos de lo que ocurre en las otras universidades del país.

Pero no se crea que mi visión es idílica. Debo señalar que la relación entre los taxistas y los transeúntes es tan violenta como en la Ciudad de México. Y en el aeropuerto, al salir del país, se cobra un elevado impuesto al extranjero si declara que su visita fue realizada por motivos de trabajo (por ejemplo, un profesor que sólo fue a dar una conferencia). Pero este error no es exclusivo de Colombia, sino que forma parte de la carencia de una política de estímulos para fomentar el intercambio de conocimientos, libros y películas entre los países hispanoamericanos.

En contraste, es muy notable la reorganización urbana que ha tenido el centro histórico de Bogotá, y la adopción de un nuevo sistema de transporte público que es cómodo y eficiente. El metro de Medellín no sólo es amplio y elegante, sino, simplemente, uno de los más modernos del mundo.

Por cierto, la calidad de los libros colombianos es reconocida en todo el mundo, y estoy muy orgulloso de colaborar en la coordinación de una serie internacional de antologías que están siendo publicadas en la UPN de Colombia, en Bogotá, y que las universidades mexicanas fueron incapaces de llevar adelante.

Los colegas colombianos que conozco en México parecen confirmar la impresión que tengo de que haber nacido y crecido en Colombia podría garantizar un equilibrio natural entre la capacidad de inmersión en lo cotidiano (que puede manifestarse en una afinidad hacia la música y el baile) y una notable disciplina de trabajo (que se manifiesta en un apasionamiento por lo que se hace, y por el deseo de hacerlo bien). Espero seguir conociendo el país y aprender más sobre una cultura donde, aunque no se conoce la tortilla, todavía se puede probar el mejor café de la región.

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Colombia en blanco y negro

Por Mónica Lavín

Cuando uno ha conocido un pedazo de un país a vuela pluma, entre voces de escritores, con el ánimo agradecido por la oportunidad, con la curiosidad azuzada y el talante dispuesto a registrarlo todo: temperaturas, sabores, vistas, preocupaciones, tensiones, arrebatos, el álbum de la memoria tarda tiempo en armarse.

Las instantáneas flotan hasta que las palabras las aprisionan. Recuerdo una Colombia en blanco y negro, no porque el verde oscuro bogotano y el tierno cartagenero le restaran color, la recuerdo en contrastes asombrosos. La altura nubosa de la cumbre de Monserrate y el barrio antiguo de La Candelaria, de casas señoriales con fachadas coloridas a las faldas de la sierra. El dulce hablar de los bogotanos con ese título de doctora por delante y el usted salpicando de cortés reverencia mientras los militares vigilan las puertas del Hotel Tequendama y revisan nuestros bolsos. Las precauciones para andar afuera y dentro del hotel y un ejército de adolescentes deportistas bajando y subiendo por los ascensores con sus atavíos de colores y fisonomías diversas. Los ladrillos rojos contra un cielo azul intenso. Bogotá es una ciudad de ladrillos rojos, de edificios modernos espectaculares, que rozan la altura del Monserrate, al menos así se percibe desde el cuarto del hotel, y de negocios abandonados, construcciones detenidas en el tiempo. (Algunas partes me recuerdan a una ciudad de México de los años cincuenta). Colombia es el oro labrado en pequeñas piezas y el gran formato de los cuerpos desbordados de un Botero. Es el amasiato entre la rana y el sol, batracio desbancado por su infidelidad al astro rey. La adúltera es reina en la tierra y es objeto de culto, pieza dorada en un arete, en un dije. Bogotá es tierra fría, tierra de montaña que obliga a ponernos el saco grueso, el abrigo y a comer caldos restauradores e inolvidables.

La legendaria Cartagena, al cobijo del mar Caribe, es la foto de ropa ligera, las construcciones de grandes rejas, aleros y patio central engalanado de exuberancia vegetal. Cartagena disimula la violencia que amenaza al país, no la caminan los soldados y el silencio. Cartagena es desparpajada, con esa cara al mar pobló sus muros con un poco de África, Europa y América. En Cartagena el tiempo se desanda porque se diluye en las aguas que llevan y traen lo insospechado. Un convento es un hotel que arrulla los pecados y absuelve a los hedonistas que se saturan las venas de vino, paisaje y piel. Cartagena es bullanguera, el mercadeo da vida a las calles, la música sale por los poros de los edificios, por los poros de sus habitantes. Está allí para ser novelada por García Márquez o Efraim Medina que nos cuenta de Diomedes (así sin acento en la o), de la leyenda viva y no podemos resistir comprar sus vallenatos para llevar un poco de Cartagena de vuelta a casa. Diomedes que aún preso tuvo permiso de salir a cantar a las calles de Cartagena. La música es el perdón y la redención. Así parecen saberlo los cuerpos que se dejan a los ritmos que en su frenesí destilan esa nostalgia propia de los pueblos que miran al mar como si algo se les hubiera perdido para siempre y existiera, de cualquier manera, una esperanza en la incertidumbre del horizonte. Colombia en blanco y negro tan cerca de la perplejidad y el asombro, del dolor y la alegría, tan cerca de México.

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El problema es el aire

Por Elmer Mendoza

Cruzamos la cordillera siguiendo la ruta de los arrieros. Carlos Barriga me cuenta me engaña me sorprende. Mis oídos sufren: es el aire. Botero dice que la montaña se irrita cuando entrena, pronuncia las cuestas y le manda su mal. Luis Álvaro Mejía me ha dado una bolsa de libros de los mejores narradores del país. En la Literatura está todo, es el corazón y el alma de los pueblos, ¿quién dijo esa barbaridad? Barriga, en el Gallineral, me platica la historia de su abuelo y el asunto de la espía de los ojos negros. El aire moja mis lentes. Valentina toma un helado y Rosalba va al baño. Comemos pescado, bebemos cerveza y aguardiente. La carretera es angosta y peligrosa. Mientras Barriga se siente Mendoza, escuchamos cumbias, vallenatos, cantos del Morichal y jazz. Bebemos tinto. Allí también hay una historia de indígenas y café orgánico, y el aire, siempre el aire que ve todo con ojos agrietados. Recordamos los estoraques y cómo la naturaleza puede dar pie a los genios. Observo que Carlos trabaja demasiado, dice que es la única forma de vivir. El aire vigila aparejado. Visito la habitación donde José Asunción Silva se quitó la vida y no me queda otra que pedirle a mi amigo que me lleve a una tanguera, quiero oír a Gardel, a Troilo, a Castillo, a los viejos. Una manifestación nos cierra el paso. El aire está más denso que nunca. Carlos y Fabio comentan la novela Tequila coxis de Eduardo García Aguilar; algo así como una literatura del recuerdo, por lo que cuenta el autor. Esa noche cenamos crepas y hablamos de la Literatura como rigor, el reino de la incertidumbre, donde jamás sabes qué pasa porque ni lectores ni críticos se ocupan de tus libros. Brindamos, es lo que hacen los espíritus indómitos. Total, todo está más cerca del olvido que de la memoria. Por eso el libro de Eduardo es interesante. El aire, que se ha vuelto opaco, nos golpea los rostros. Frente al santuario de Monserrate pensamos en los fundadores de Bogotá, la sonrisa con la que deben haber brindado. No recuerdo el nombre del lugar donde fuimos a parar, un sitio lleno de mujeres que traspasan espejos, comen gansos crudos y cuando menos te lo esperas se vuelven nacaradas. Si Dagoberto Páramo no hubiera llamado quién sabe dónde estaríamos. Al marcharnos, quedamos paralizados en el centro del sitio, hombres mujeres y niños nos gritaban, No, sorprendidos, sonriendo, continuamos hacia la salida, desplazados secuestrados y asesinados insistían: No, ¿Creen que hicimos caso? Claro que no, un colombiano y un mexicano han aprendido que para salir en la foto hay que moverse. Abrir la puerta y comprender fue uno: El aire, el maldito, estaba muy pesado y era verde.

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Los paisajes de una tierra

Por Rafael Ramírez Heredia

Colombia se mete en el alma desde el primer momento. Atrapable y atrapante, se deja querer con esa voluptuosidad de sus paisajes. Colombiano es sinónimo de paz, de literatura magistral, de cultura señera, de amistad profunda, de generosidad, todo lo que se arma en grandes pilares que no han podido ser derruidos ni por balas, injusticia, o latinoamericana pobreza.

En las grandes ciudades como Bogotá, Cali, Medellín, o Cartagena, en las pequeñas y en los pueblos como pintados en la campiña, en medio de esa geografía ensoñada, inmersa en las serranías y en las nubes, en las playas y en la selva, en los ríos, en las construcciones mágicas, en los pueblitos recostados entre las flores, la gente muestra un coraje y una fuerza sin que las negruras se apoderen de ella. Es la enorme capacidad de los colombianos para sentirse orgullosos de su país. Nada impide que la gente bulla vital en medio del franco deseo de salir adelante porque saben que su país es más poderoso que la historia.

En las ciudades, caminos, poblados con olor a fruta fresca, paisajes de color cambiante, los códigos de vida se hacen intensos: Se publican y presentan libros. Exposiciones de pintura y escultura. Fútbol. Edificios señoriales. Canciones en las calles. Notas musicales y mujeres de ensueño. La comida es atadura de vida y la amabilidad es fundamento en la manera de ser. La verbalidad colombiana y su sentido del humor. A lo largo de mi romance con Colombia, no he sabido de ningún visitante que no comparta mi amor después de haber conocido, bebido, comido, sentido el cariño colombiano. El paisaje está tan vivo como su gente orgullosa de su nacencia sin soslayar la negrura de la existencia porque nadie es tan torpe para negar los hechos. Los males que cargan los países latinoamericanos no han destruido lo más profundo del alma colombiana: su actitud libertaria, su amor por la vida, su capacidad de trabajo.

Y nosotros, todos, sabemos que a Colombia no la vence nadie aunque el fantasma global ronde por esta América más hacia el sur del Río Bravo: desde este México hasta los perfiles mágicos de la Patagonia, esta América nuestra donde Colombia es parte fundamental de los bellos sueños que aún persisten en este territorio que es de nuestra propiedad, sólo nuestra, como la Colombia de todos los seres del mundo.

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Una paloma

Por José Vicente Anaya

Para mí, a los once años de edad, Colombia era una paloma. Esto se debió a que estudiaba latín con un sacerdote que me preparaba para entrar al seminario (lo cual no sucedió porque en la adolescencia encontré el enorme gozo del amor a la mujer). En aquel tiempo relacioné el nombre Colombia con columba que es paloma en latín. Después supe que ese país adoptó su nombre como homenaje o reconocimiento a Cristóphoro Columbus (que en este caso el Columbus sí viene de columba). Al paso de más años Colombia fue su literatura y sobre todo su poesía.

En mi temprana adolescencia apareció la vida y obra de José Asunción Silva que mucho me impresionó, y desde aquel entonces, hasta hoy en día, siento ese extraño poético transmitir de un misterio inenarrable en el verso repetitivo: «y eran una sola sombra larga/ y eran una sola sombra larga/ y eran una sola sombra larga...» Más tarde Colombia siguió creciendo en mi mente con los retozantes juegos de palabras y el franco ludismo en los versos de León de Greiff. Con El Gran Burundún Burundá ha muerto Jorge Zalamea me llevó a saborear la sabrosura de nuestro idioma (libro cuya primera y única edición mexicana de 1982 yo elaboré en la Universidad Autónoma del Estado de México, donde trabajé como Jefe del Departamento Editorial). Sigo creyendo que las mejores traducciones al español de la poesía de Saint-John Perse son las de Zalamea; por esto y por su singular ensayo La poesía ignorada y olvidada, Jorge Zalamea ha sido para mí todo un maestro. Otra muy fuerte imagen de Colombia es, sin duda, Cien años de soledad cuya primera lectura hice cuando Gabo no era tan famoso, allá por 1968 (a mis veinte años de edad, participando en la lucha estudiantil contra las opresiones y represiones del gobierno).

Para mí fue determinante el ludismo y liberación de la palabra que ejercieron los poetas nadaístas Gonzalo Arango, Jotamario, Jan Arb, X-504, Armando Romero y otros.

El año pasado, 2003, tuve la oportunidad de participar en el Festival Internacional de Poesía de Bogotá que organiza el infatigable poeta Rafael Del Castillo; y así pude conocer esa bella capital ahora tan castigada (con el país entero) por el irracionalismo de los políticos de todos los colores y tendencias. También conocí y amé a Manizales que en varios momentos la sentí hermanada con la budista Lhasa o con la tarahumara Guachochic (en la Sierra de Chihuahua, mi tierra natal) sobera-namente alzada entre verdores de montañas. Y leer ahora poetas colombianos como Rogelio Echavarría, Amparo Osorio, Gonzalo Márquez Cristo, María Mercedes Carranza, Darío Jaramillo o Álvaro Miranda, por mencionar sólo algunos, es también revisitar a una Colombia que nos da vida, porque la poesía en estos tiempos es también un territorio vivible (la única utopía infinita) y muy superior al que nos entrega y somete el principio de realidad. Por todo lo dicho, para mí Colombia seguirá siendo una paloma.

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El misterio de Colombia

Por Fabio Jurado Valencia

México no es un misterio para los colombianos, es un deseo. No es un misterio porque México es imaginable a través de las rancheras y de las películas; es también imaginable a través de la literatura y sus escritores. De lo primero, confesamos, los de nuestra generación, que aprendimos a reconocer la historia de México en los matinés del domingo y que aprendimos a leer no con las cartillas sino con los cómics de Santo, el enmascarado de plata, y de los protagonistas de la lucha libre de entonces, como Blue Demon, Neutrón y El Médico Asesino, aparte de los vaqueros, paladines de la justicia, como Juan Sin Miedo y El Valiente.

De lo segundo, nunca llegamos a pensar que podríamos dar el salto de la lectura de cómics a la lectura de Los de abajo, El águila y la serpiente, Pedro Páramo y El llano en llamas. Hoy, guardando las distancias, podemos decir que el lenguaje de los héroes del cine y de aquella literatura de masas nos hizo sentir como familiar el lenguaje de los personajes de la narrativa literaria mexicana.

Pero Colombia sí es un misterio para los mexicanos y mucho más para los escritores y los artistas. Algunos me han dicho que antes de venir a Colombia las imágenes son borrosas e inciertas, si bien atrayentes. Hay imágenes que derivan de la experiencia de lectura escolar de la poesía de José Asunción Silva o de la imagen picaresca de Porfirio Barba-Jacob. Pero las imágenes más fuertes provienen de Cien años de soledad; casi uno podría decir que es por esta novela que los jóvenes escritores, y los veteranos escritores, quisieran estar por unos días en este nuestro país de desasosiegos y de esperas. También como lo muestran estos textos, la comunicación intensa entre los escritores de los dos países ha hecho sentir la necesidad del encuentro, aquí o allá.

De mi parte debo decir que cada encuentro en la universidad ha sido distinto. Francisco Cervantes fue el primero, por allá en el año 1989, cuando no pudo más que recordarnos la experiencia de su primer viaje: «Barro Colorado, si mi sangre en ti mezclada/ Ya fue, ¿de nuevo encontraré la nada/ En tu polvo más real que esta sangría?/ Bogotá, Bogotá, mi sangre es tan tuya como mía».

Años después León Plascencia será el primero en abrir la serie de lecturas para el Programa Viernes de Poesía, del Departamento de Literatura, que en la actualidad completa 25 cuadernos publicados. Toda la década del noventa fue un permanente fluir de investigadores y de escritores mexicanos en nuestra universidad. Un fluir que se ha prolongado en lo que llevamos de este siglo, gracias a los apoyos de la Embajada de México y a la labor emprendedora de su Agregado Cultural, y también escritor, Eduardo Cruz.

La memoria prodigiosa de Hugo Gutiérrez Vega, la ironía de René Avilés Fábila, la sapiencia de Marco Antonio Campos, el entusiasmo y la alegría de José Angel Leyva, la generosidad de Rafael Ramírez Heredia para con los escritores jóvenes, la locuacidad y la fuerza persuasiva de Juan Villoro, la preocupación por el lector en Lauro Zavala, la humildad de Margarito Cuéllar, las ansias de saber más sobre Colombia, en Sandro Cohen y en Mónica Lavín… Difícil es dar fe de los empeños de todos los escritores mexicanos que en estos últimos años han estado entre nosotros. Algunos de ellos nos hablan aquí de sus representaciones sobre Bogotá, Medellín, Cartagena, Manizales, Tunja y Villavicencio. Interesante material sin duda para quienes indagan alrededor de los imaginarios.

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Colombia, una versión intensa

Por Juan Villoro

Colombia representa para mí una versión intensa y extremada de mi propio país, México. La cortesía, el gusto por el lenguaje, el esplendor de la cultura popular y la violencia son circunstancias que nos unen.

Nuestra historia, tantas veces dramática, nunca es aburrida.

El fútbol colombiano me cautiva por una rara magia que supo descifrar Darío Jaramillo: es genial, pero en cámara lenta. El Pibe Valderrama es el único astro que chutaba prodigios como si durmiera la siesta.

Los escritores mexicanos hemos tenido la suerte de convivir en casa con Porfirio Barba Jacob, Gabriel García Márquez, Alvaro Mutis, Fernando Vallejo, Laura Restrepo, Eduardo García Aguilar y tantos otros.

Me entusiasman las revistas colombianas (Gradiva, Número, Gatopardo, El Malpensante, Semana, sin olvidar la benemérita Eco), inconcebibles en otro sitio. Como tantos, caí enamorado de Margarita Rosa de Francisco en Café con aroma de mujer y lamenté que en la trama de la telenovela México negociara en Inglaterra sus ventas del «aromático grano» sin tomar en cuenta los intereses de América Latina ni los inolvidables ojos de La Paloma.

Conozco Cali, tierra del Rimbaud salsero Andrés Caicedo, y Bogotá, donde me he perdido bajo una lluvia bíblica sin sentir la menor angustia. Sólo esa vez estuve dispuesto a que me tragara el agua o la selva o cualquier vorágine del carajo que trajera la ciudad. El cine de Gaviria y la pintura de Caballero me parecen estremecedores ejercicios de valentía y estética. La poesía amorosa de Darío Jaramillo, los ensayos sobre literatura centroeuropea de Moreno Durán, la alucinada metáfora que Abad Faciolince logró en Angosta, los cuentos de Germán Espinosa y la permanente novedad de Asunción Silva, Aurelio Arturo y Eduardo Carranza son razones para no perder el tiempo en la Tierra.

No conozco Medellín pero he oído la voz de sus mujeres, que justifican la invención del castellano.

Quisiera conocer al bogotano que, según me contó Santiago Gamboa, bautizó una peluquería de barrio como «El Gran Gatsby».

En los edificios públicos de Salmona he sentido el cautivador misterio de estar en un espacio íntimo, donde el ladrillo y los estanques proponen la relación individual de una casa, que en este caso por casualidad recibe a miles de personas.

Reconozco una torpeza de los que somos demasiado altos: no puedo bailar salsa o, peor aún, puedo bailarla atrozmente. Las noches de salsa me hacen sentir extranjero en Colombia pero me repongo al día siguiente en cualquier droguería, donde hay todo de todo (de Internet a una botella de ron y a veces hasta una aspirina) y donde nadie, ni siquiera un desastrozo bailarín de salsa, es extranjero.

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Interrogatorio

Por Javier Vásconez

La indagación sobre sus obsesiones: las ciudades imaginadas, el universo de la novela y la configuración de sus ficciones, es lo emprendido por este escritor ecuatoriano en el ensayo que reproducimos en el No. 16 de Común Presencia, donde el acto de escribir es definido como un ejercicio de libertad

Al verme obligado a retornar al pasado para hablar de mis libros, convendría aclarar que me siento tan desamparado como si me encontrara frente a un tribunal, o reflejado en el espejo de mi propia conciencia. Quizás esa haya sido la intención última y secreta del poeta y editor Antonio Correa: activar nuestra reconocida desidia y ponernos a todos contra la pared con el propósito de inducirnos a interrogar sobre nuestro parentesco literario.

Si la función del crítico es, según el escritor Mauricio Molina, hacer de intérprete en el sentido musical del término, escuchar los ecos de una obra, discernir señales, en cambio, la tarea de un escritor que pretende indagar sobre sí mismo es de otra índole. Por eso me atrevo a afirmar que el hecho de haber aceptado la convención de someterme a un prolongado interrogatorio conmigo mismo constituye el punto de partida para alcanzar la deseada introspección estética­ siempre de forma parcial­, ya que es un recurso como cualquier otro para reflexionar críticamente sobre esa zona de tinieblas que es la escritura.

¿De dónde viene mi interés por las ciudades? De mucho tiempo atrás. Esta curiosidad no es estrictamente literaria, sino más bien viajera, filatélica, aunque sin duda se remonta a ciertos libros encontrados en la casa de mis abuelos frente a la iglesia de La Compañía. También está relacionada con una colección de mapas, almanaques, guías de viaje y un catálogo con estampillas, donde vi por primera vez escritos nombres tan exóticos y distantes como Mozambique, Jamaica y Sierra Leona. Durante esas desapacibles tardes de lluvia quiteña, yo fui desembarcando en ciudades tan emblemáticas como Lisboa, Veracruz, Estambul y Budapest. Pero no nos equivoquemos. Todo escritor moderno es un ingeniero, un arquitecto, un diseñador de ciudades.

De ahí resulta que mi curiosidad por ellas forma parte de una tradición moderna. En mi caso, puedo asegurar que han cobrado interés por los autores que han escrito sobre ellas, porque las ciudades adquieren sentido únicamente cuando un escritor las ha edificado con su pluma. Incluso me atrevería a decir que algunas fueron inventadas por la ficción. Si Joyce construyó un Dublín compuesto de palabras y Proust hizo un retrato de los salones aristocráticos de París, no resulta difícil imaginar a Faulkner comprimiendo la historia de Oxford, en Mississippi, hasta reducir su condado al tamaño de un sello de correos y a Onetti diseñando Santa María, la cual no es sino el reflejo gótico y fantasmal del Río de la Plata.

No, no me interesa la ciudad como historia, ni como retrato de costumbres, sino como escenario de unos cuantos personajes. Me interesa inventar la naturaleza de esta ciudad. Quiero evocar su vibración, su atmósfera, la luz que irradia por la que tengo una extraña fascinación­ y, por último, captar su densidad sicológica. De hecho, Quito ha pretendido olvidarse de sí misma, dar la espalda a su pasado barroco y español, rechazando de algún modo su modesta tradición europea. Hay escritores que han logrado retratar regiones como el Caribe, el Río de la Plata y también México, pero siempre me he preguntado y es una inquietud muy personal­ qué ha pasado en los Andes. ¿Por qué este aislamiento? En el mundo andino hay escritores definitivamente urbanos (Julio Ramón Ribeyro, Bryce Echenique), pero nadie parece haberse dado cuenta de ello. A los proyectos literarios de Icaza y de Arguedas los considero definitivamente superados.

Es difícil saber cuánto de experiencia, cuánto de recuerdo, cuánto de deseo o de invención hay en la ciudad de mis escritos. Lo importante era inventar literariamente a Quito. Porque vivir en ella es como estar desterrado en la ciudad en que uno ha nacido. Mantengo una relación muy compleja con ella, y más de una vez he mencionado la destructiva y paralizante melancolía de sus habitantes. Siempre he hablado de su pasividad (seguramente provocada por la cercanía del volcán), y de su extraña relación con el pasado y con el tiempo. Un buen día descubrimos que aquí no va a pasar nada, porque esto es una ilusión o quizá el delirio de un borracho. Por eso la preferencia de sus habitantes por tiempos verbales como el condicional y el subjuntivo.

En efecto, Ciudad Lejana es un libro fundacional. Es mi primer libro de cuentos. Pero también es un viaje hacia el pasado y un recorrido por el centro de la ciudad barroca en la cual transcurrió mi infancia. Algunos de esos cuentos son como retablos. Rinden tributo a ciertos barrios y personajes de la ciudad. Es un compendio sobre la arquitectura del Quito antiguo. También es un libro sobre los horrores y terrores de la infancia.

El hombre de la mirada oblicua es mi segundo libro de cuentos y lo escribí en Barcelona. Es el libro de un sonámbulo y de un insomne. Mi intención fue escribir algunos cuentos que tuvieran la características de una fotografía en blanco y negro. Mucho me temo que no lo logré plenamente, pero ese fue el propósito inicial. Además, intenté varias búsquedas formales. En contraste con Ciudad lejana, en este libro el estilo se torna más sobrio, contenido, y la ciudad entera se transforma con el propósito de hacer un guiño, un homenaje a la novela negra. También hubo cambios en la estructura de los cuentos, en el modo de enfocar los personajes y en la predilección por los narradores soñadores y conjeturales.

Del cuento siempre me ha cautivado su atmósfera de fábula sin moraleja, de narración, aunque se trate de un cuento realista. Su estructura está formada por una membrana tan delicada, imperceptible, que suele engañar a sus mejores lectores. Un buen cuento tiene la capacidad de transformarse y soslayar cosas terribles, como ocurre con la metamorfosis de ciertos insectos. En muchos de ellos pesa más lo oculto que lo que está escrito. Sin embargo, quiero insistir en que hay algo en común en todos ellos y es el tono de fábula con que fueron narrados.

De este género tan delicado y complejo, los propios autores y los críticos han hecho definiciones demasiado rotundas, incluso se ha hablado del cuento en términos de boxeo, por eso me resisto a creer en la necesidad de que sea breve (la realidad nos demuestra lo contrario). Tampoco se lo puede catalogar ni definir por su final. El cuento ha sufrido diversas transformaciones durante su largo recorrido por lenguas y culturas.

Existe la creencia de que los mejores cuentos son los apegados a las convenciones históricas del género, yo no comparto esta opinión. El cuento es tan permeable, que se ha adaptado perfectamente a las circunstancias más adversas y diversas, desde Las mil y una noches hasta llegar triunfante a nuestros días. Podríamos tomar como ejemplo los cuentos de Henry James, de Nabokov, de Borges, de Clarice Lispector o de Juan Benet. Bárbara Jacobs y Augusto Monterroso, en su Antología del cuento triste, afirman que en un buen cuento se concentra toda la vida. Acaso fue bajo esta perspectiva como surgió Angelote, amor mío. Muchos habrían deseado que no escribiera más que este cuento, por lo que he llegado a sentir un poco de aversión hacia él. De hecho, conozco perfectamente su procedencia. Es algo que no me ha pasado con otros relatos cuyo origen es más ambiguo. Nacieron como una imagen, un rostro detrás de una ventana, un sentimiento de misterio frente a un personaje. Así escribí El jockey y el mar, cuento donde aparece por primera vez el doctor Kronz. En Angelote, amor mío lo principal no es la homosexualidad del personaje, como tantos quieren creer, sino la soledad de un hombre frente al amor. Concebido como una venganza, el cuento está escrito con un tono enconado, rencoroso. Había asistido al entierro de un pariente homosexual y al escuchar risotadas y tanta vulgaridad hipócrita, tuve la idea de vengarme escribiendo sobre ese hombre.

La carta inconclusa no es un cuento, sino una carta de amor. Pero el epígrafe de Cioran es lo que mejor define su sentido. Utilicé este recurso: una carta­, porque consideré que era el más apropiado y convincente para que el narrador alucinara, divagara y reconstruyera los hechos a través de la memoria, y para que se comunicara con una vieja loca, extravagante.

Me refiero a Ana Bermeo, la «Torera.» En sus idas y venidas por la ciudad, armada de un palo, esta mujer busca obsesivamente su libertad. Escribí el cuento en Corrubedo, un pueblo de Galicia, y decidí darle ese tono coloquial, epistolar, para contraponer a dos ciudades tan distintas entre sí: Barcelona y Quito.

Todo cuento puede ser considerado un sueño. Y como ocurre en muchas ocasiones, los sueños nos producen una extraña sensación. Esto es fundamental. Un extraño en el puerto es decididamente un sueño del que tenemos que despertar. Supongo que fue escrito con una sensación de hostilidad hacia el entorno montañoso de la ciudad. Un día me desperté con el sonido de una sirena en mi habitación. En el barco venía un hombre que traía una carta de Nueva York. Yo no sabía quién era ese hombre, ni a quién iba dirigida la carta. Para conocerlo y entablar una relación más duradera con él, debía resignarme a escribir el cuento. Así que me dejé llevar por el ritmo de las palabras. Luego, todo se fue complicando: la visión del puerto, las imágenes y la relación con el cine, la presencia del médico, el manejo del tiempo, la trama. Este cuento, que provenía directamente de un sueño, exigió muchas cosas de mí. Escribirlo fue un ejercicio de exorcismo y me ayudó a conjurar mi claustrofobia frente a las montañas.

Un cuento no se define por la extensión, sino por la atmósfera de ensueño que flota a su alrededor. En este sentido El secreto no es un cuento, sino una novela corta. Y está inspirada en un hecho real. A pesar de haber sido un asesino de niñas, Camargo era un hombre culto, sensible, a quien le gustaba leer novelas. Cuando lo arrestaron llevaba en su maletín libros de Dostoiesvki, La casa verde de Vargas Llosa y algún libro de Sábato. Por esta razón El secreto podría ser considerado una discreta investigación acerca de la maldad humana. Convertí a su protagonista en una especie de poeta del mal. A partir de esta relación construye una atmósfera y un mundo en el cual piensa actuar. Por eso lleva un mapa, aunque su función sea meramente simbólica, y es gracias al mapa que va a conquistar ciertas zonas inaccesibles de la ciudad. Es un calculador, un perfeccionista y un orfebre que retoca con sus actos una realidad. Para este hombre, el mal posee una ética y una estética, aunque no sea la que le conviene a la sociedad. Su conducta parece haberse inclinado decididamente hacia los extremos.

Para concluir, debería ocuparme del cuento Eva, la luna y la ciudad, pero he preferido dejarlo para otra ocasión, ya que me atrevo a señalar que ese relato merece un apartado especial, pues más que ningún otro nació de la duda y de la incertidumbre. Todas las cosas albergan un significado oculto y para un escritor cualquier experiencia, lectura, viaje, funciona como material en bruto.

A veces oigo voces y echo mano de la memoria, otras oigo una historia que deseo contar. Es la hora cero de un escritor. Cualquier vida puede ser narrada, sólo hace falta sumergirse en ella. Para mí indagar es sinónimo de imaginar la vida de otros. Detrás del más insignificante de los hombres hay una historia, y si no la vemos, tenemos la obligación de inventarla.

Eso hacemos los escritores: contar ficciones y vidas inventadas. A menudo pretendemos aclarar el misterio de una vida escribiendo acerca de ella, aunque ningún escritor­ ni siquiera el más talentoso sea capaz de descifrarla en su totalidad. Los escritores incursionamos como topos en la conciencia. Escribir es una forma de conocimiento y de espionaje. Ahora conozco mejor al doctor Kronz el protagonista de El viajero de Praga por haber estado tan cerca de él cuando escribía la novela. Como cualquier escritor trabajo con emociones y con sentimientos. Esto no ha variado desde la época de Cervantes. Por supuesto la literatura se nutre de carencias y de silencios, de incógnitas, de cosas a veces no registradas por la palabra, del asombro que Aristóteles pedía para la filosofía. Literatura es todo lo que se oculta entre líneas, y es un residuo de la realidad. Los escritores vivimos obsesionados por la conducta humana. El dolor, la ruina, el amor, la enfermedad, el valor, la muerte, el tiempo, la venganza y los sueños de los hombres. Pero escribir es mucho más que contar bien una historia, es sobre todo un ejercicio de libertad.

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© Javier Vásconez