Por Javier Vásconez
La indagación sobre sus obsesiones: las ciudades imaginadas, el universo de la novela y la configuración de sus ficciones, es lo emprendido por este escritor ecuatoriano en el ensayo que reproducimos en el No. 16 de Común Presencia, donde el acto de escribir es definido como un ejercicio de libertad
Al verme obligado a retornar al pasado para hablar de mis libros, convendría aclarar que me siento tan desamparado como si me encontrara frente a un tribunal, o reflejado en el espejo de mi propia conciencia. Quizás esa haya sido la intención última y secreta del poeta y editor Antonio Correa: activar nuestra reconocida desidia y ponernos a todos contra la pared con el propósito de inducirnos a interrogar sobre nuestro parentesco literario.
Si la función del crítico es, según el escritor Mauricio Molina, hacer de intérprete en el sentido musical del término, escuchar los ecos de una obra, discernir señales, en cambio, la tarea de un escritor que pretende indagar sobre sí mismo es de otra índole. Por eso me atrevo a afirmar que el hecho de haber aceptado la convención de someterme a un prolongado interrogatorio conmigo mismo constituye el punto de partida para alcanzar la deseada introspección estética siempre de forma parcial, ya que es un recurso como cualquier otro para reflexionar críticamente sobre esa zona de tinieblas que es la escritura.
¿De dónde viene mi interés por las ciudades? De mucho tiempo atrás. Esta curiosidad no es estrictamente literaria, sino más bien viajera, filatélica, aunque sin duda se remonta a ciertos libros encontrados en la casa de mis abuelos frente a la iglesia de La Compañía. También está relacionada con una colección de mapas, almanaques, guías de viaje y un catálogo con estampillas, donde vi por primera vez escritos nombres tan exóticos y distantes como Mozambique, Jamaica y Sierra Leona. Durante esas desapacibles tardes de lluvia quiteña, yo fui desembarcando en ciudades tan emblemáticas como Lisboa, Veracruz, Estambul y Budapest. Pero no nos equivoquemos. Todo escritor moderno es un ingeniero, un arquitecto, un diseñador de ciudades.
De ahí resulta que mi curiosidad por ellas forma parte de una tradición moderna. En mi caso, puedo asegurar que han cobrado interés por los autores que han escrito sobre ellas, porque las ciudades adquieren sentido únicamente cuando un escritor las ha edificado con su pluma. Incluso me atrevería a decir que algunas fueron inventadas por la ficción. Si Joyce construyó un Dublín compuesto de palabras y Proust hizo un retrato de los salones aristocráticos de París, no resulta difícil imaginar a Faulkner comprimiendo la historia de Oxford, en Mississippi, hasta reducir su condado al tamaño de un sello de correos y a Onetti diseñando Santa María, la cual no es sino el reflejo gótico y fantasmal del Río de la Plata.
No, no me interesa la ciudad como historia, ni como retrato de costumbres, sino como escenario de unos cuantos personajes. Me interesa inventar la naturaleza de esta ciudad. Quiero evocar su vibración, su atmósfera, la luz que irradia por la que tengo una extraña fascinación y, por último, captar su densidad sicológica. De hecho, Quito ha pretendido olvidarse de sí misma, dar la espalda a su pasado barroco y español, rechazando de algún modo su modesta tradición europea. Hay escritores que han logrado retratar regiones como el Caribe, el Río de la Plata y también México, pero siempre me he preguntado y es una inquietud muy personal qué ha pasado en los Andes. ¿Por qué este aislamiento? En el mundo andino hay escritores definitivamente urbanos (Julio Ramón Ribeyro, Bryce Echenique), pero nadie parece haberse dado cuenta de ello. A los proyectos literarios de Icaza y de Arguedas los considero definitivamente superados.
Es difícil saber cuánto de experiencia, cuánto de recuerdo, cuánto de deseo o de invención hay en la ciudad de mis escritos. Lo importante era inventar literariamente a Quito. Porque vivir en ella es como estar desterrado en la ciudad en que uno ha nacido. Mantengo una relación muy compleja con ella, y más de una vez he mencionado la destructiva y paralizante melancolía de sus habitantes. Siempre he hablado de su pasividad (seguramente provocada por la cercanía del volcán), y de su extraña relación con el pasado y con el tiempo. Un buen día descubrimos que aquí no va a pasar nada, porque esto es una ilusión o quizá el delirio de un borracho. Por eso la preferencia de sus habitantes por tiempos verbales como el condicional y el subjuntivo.
En efecto, Ciudad Lejana es un libro fundacional. Es mi primer libro de cuentos. Pero también es un viaje hacia el pasado y un recorrido por el centro de la ciudad barroca en la cual transcurrió mi infancia. Algunos de esos cuentos son como retablos. Rinden tributo a ciertos barrios y personajes de la ciudad. Es un compendio sobre la arquitectura del Quito antiguo. También es un libro sobre los horrores y terrores de la infancia.
El hombre de la mirada oblicua es mi segundo libro de cuentos y lo escribí en Barcelona. Es el libro de un sonámbulo y de un insomne. Mi intención fue escribir algunos cuentos que tuvieran la características de una fotografía en blanco y negro. Mucho me temo que no lo logré plenamente, pero ese fue el propósito inicial. Además, intenté varias búsquedas formales. En contraste con Ciudad lejana, en este libro el estilo se torna más sobrio, contenido, y la ciudad entera se transforma con el propósito de hacer un guiño, un homenaje a la novela negra. También hubo cambios en la estructura de los cuentos, en el modo de enfocar los personajes y en la predilección por los narradores soñadores y conjeturales.
Del cuento siempre me ha cautivado su atmósfera de fábula sin moraleja, de narración, aunque se trate de un cuento realista. Su estructura está formada por una membrana tan delicada, imperceptible, que suele engañar a sus mejores lectores. Un buen cuento tiene la capacidad de transformarse y soslayar cosas terribles, como ocurre con la metamorfosis de ciertos insectos. En muchos de ellos pesa más lo oculto que lo que está escrito. Sin embargo, quiero insistir en que hay algo en común en todos ellos y es el tono de fábula con que fueron narrados.
De este género tan delicado y complejo, los propios autores y los críticos han hecho definiciones demasiado rotundas, incluso se ha hablado del cuento en términos de boxeo, por eso me resisto a creer en la necesidad de que sea breve (la realidad nos demuestra lo contrario). Tampoco se lo puede catalogar ni definir por su final. El cuento ha sufrido diversas transformaciones durante su largo recorrido por lenguas y culturas.
Existe la creencia de que los mejores cuentos son los apegados a las convenciones históricas del género, yo no comparto esta opinión. El cuento es tan permeable, que se ha adaptado perfectamente a las circunstancias más adversas y diversas, desde Las mil y una noches hasta llegar triunfante a nuestros días. Podríamos tomar como ejemplo los cuentos de Henry James, de Nabokov, de Borges, de Clarice Lispector o de Juan Benet. Bárbara Jacobs y Augusto Monterroso, en su Antología del cuento triste, afirman que en un buen cuento se concentra toda la vida. Acaso fue bajo esta perspectiva como surgió Angelote, amor mío. Muchos habrían deseado que no escribiera más que este cuento, por lo que he llegado a sentir un poco de aversión hacia él. De hecho, conozco perfectamente su procedencia. Es algo que no me ha pasado con otros relatos cuyo origen es más ambiguo. Nacieron como una imagen, un rostro detrás de una ventana, un sentimiento de misterio frente a un personaje. Así escribí El jockey y el mar, cuento donde aparece por primera vez el doctor Kronz. En Angelote, amor mío lo principal no es la homosexualidad del personaje, como tantos quieren creer, sino la soledad de un hombre frente al amor. Concebido como una venganza, el cuento está escrito con un tono enconado, rencoroso. Había asistido al entierro de un pariente homosexual y al escuchar risotadas y tanta vulgaridad hipócrita, tuve la idea de vengarme escribiendo sobre ese hombre.
La carta inconclusa no es un cuento, sino una carta de amor. Pero el epígrafe de Cioran es lo que mejor define su sentido. Utilicé este recurso: una carta, porque consideré que era el más apropiado y convincente para que el narrador alucinara, divagara y reconstruyera los hechos a través de la memoria, y para que se comunicara con una vieja loca, extravagante.
Me refiero a Ana Bermeo, la «Torera.» En sus idas y venidas por la ciudad, armada de un palo, esta mujer busca obsesivamente su libertad. Escribí el cuento en Corrubedo, un pueblo de Galicia, y decidí darle ese tono coloquial, epistolar, para contraponer a dos ciudades tan distintas entre sí: Barcelona y Quito.
Todo cuento puede ser considerado un sueño. Y como ocurre en muchas ocasiones, los sueños nos producen una extraña sensación. Esto es fundamental. Un extraño en el puerto es decididamente un sueño del que tenemos que despertar. Supongo que fue escrito con una sensación de hostilidad hacia el entorno montañoso de la ciudad. Un día me desperté con el sonido de una sirena en mi habitación. En el barco venía un hombre que traía una carta de Nueva York. Yo no sabía quién era ese hombre, ni a quién iba dirigida la carta. Para conocerlo y entablar una relación más duradera con él, debía resignarme a escribir el cuento. Así que me dejé llevar por el ritmo de las palabras. Luego, todo se fue complicando: la visión del puerto, las imágenes y la relación con el cine, la presencia del médico, el manejo del tiempo, la trama. Este cuento, que provenía directamente de un sueño, exigió muchas cosas de mí. Escribirlo fue un ejercicio de exorcismo y me ayudó a conjurar mi claustrofobia frente a las montañas.
Un cuento no se define por la extensión, sino por la atmósfera de ensueño que flota a su alrededor. En este sentido El secreto no es un cuento, sino una novela corta. Y está inspirada en un hecho real. A pesar de haber sido un asesino de niñas, Camargo era un hombre culto, sensible, a quien le gustaba leer novelas. Cuando lo arrestaron llevaba en su maletín libros de Dostoiesvki, La casa verde de Vargas Llosa y algún libro de Sábato. Por esta razón El secreto podría ser considerado una discreta investigación acerca de la maldad humana. Convertí a su protagonista en una especie de poeta del mal. A partir de esta relación construye una atmósfera y un mundo en el cual piensa actuar. Por eso lleva un mapa, aunque su función sea meramente simbólica, y es gracias al mapa que va a conquistar ciertas zonas inaccesibles de la ciudad. Es un calculador, un perfeccionista y un orfebre que retoca con sus actos una realidad. Para este hombre, el mal posee una ética y una estética, aunque no sea la que le conviene a la sociedad. Su conducta parece haberse inclinado decididamente hacia los extremos.
Para concluir, debería ocuparme del cuento Eva, la luna y la ciudad, pero he preferido dejarlo para otra ocasión, ya que me atrevo a señalar que ese relato merece un apartado especial, pues más que ningún otro nació de la duda y de la incertidumbre. Todas las cosas albergan un significado oculto y para un escritor cualquier experiencia, lectura, viaje, funciona como material en bruto.
A veces oigo voces y echo mano de la memoria, otras oigo una historia que deseo contar. Es la hora cero de un escritor. Cualquier vida puede ser narrada, sólo hace falta sumergirse en ella. Para mí indagar es sinónimo de imaginar la vida de otros. Detrás del más insignificante de los hombres hay una historia, y si no la vemos, tenemos la obligación de inventarla.
Eso hacemos los escritores: contar ficciones y vidas inventadas. A menudo pretendemos aclarar el misterio de una vida escribiendo acerca de ella, aunque ningún escritor ni siquiera el más talentoso sea capaz de descifrarla en su totalidad. Los escritores incursionamos como topos en la conciencia. Escribir es una forma de conocimiento y de espionaje. Ahora conozco mejor al doctor Kronz el protagonista de El viajero de Praga por haber estado tan cerca de él cuando escribía la novela. Como cualquier escritor trabajo con emociones y con sentimientos. Esto no ha variado desde la época de Cervantes. Por supuesto la literatura se nutre de carencias y de silencios, de incógnitas, de cosas a veces no registradas por la palabra, del asombro que Aristóteles pedía para la filosofía. Literatura es todo lo que se oculta entre líneas, y es un residuo de la realidad. Los escritores vivimos obsesionados por la conducta humana. El dolor, la ruina, el amor, la enfermedad, el valor, la muerte, el tiempo, la venganza y los sueños de los hombres. Pero escribir es mucho más que contar bien una historia, es sobre todo un ejercicio de libertad.
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© Javier Vásconez