Arepas y mariachis: Miradas a la cultura colombiana

Por Lauro Zavala

He visitado Colombia en cinco ocasiones, entre 1995 y 2003, y he podido conocer las ciudades de Bogotá, Pereira y Medellín, invitado por distintas comunidades académicas, desde el nivel magisterial hasta el posgrado. Aunque en cada estancia he permanecido alrededor de una semana, estas visitas han sido suficientes para observar de cerca la intensidad de la vida académica, y algunos rasgos de la vida cotidiana.

Una de las primeras impresiones que recibe un visitante proveniente de la ciudad de México al recorrer la ciudad de Bogotá es la sensación de haber llegado a un lugar muy exclusivo, pues en muchas zonas los edificios son de ladrillo rojo. En México, este tipo de construcción siempre está asociado con las zonas más caras, arboladas y modernas del país, donde viven sólo los extranjeros, los artistas y los banqueros.

Por otra parte, siempre me ha parecido admirable el aprecio que hay en Colombia por la cultura popular mexicana. Me ha ocurrido, invariablemente, que cuando he abordado un taxi, la música en la radio es mexicana (boleros, rancheras y hasta corridos norteños), y los taxistas conocen la letra mejor que yo mismo, y la cantan a todo pulmón. Además, en cada ciudad que he visitado hay al menos un centro de mariachis que tiene actividades todo el año. Si el alimento más característico de Colombia es la arepa, el de México es la tortilla. Además de estos elementos comunes entre nuestras culturas, también hay diferencias notables. Sin embargo, a pesar de que ambos acompañan cualquier guisado y están hechos de maíz, ahí terminan las similitudes. La tortilla es una especie de disco muy delgado y flexible, que ahora es el alimento preferido de los astronautas. La tortilla siempre se come caliente y recién salida del nixtamal, y puede ser enrollada o usada para sopear los frijoles, es decir, como una especie de complemento comestible del tenedor. En cambio la arepa (para un mexicano) es una bola dura y desabrida, similar al totoposte hondureño. Los colombianos que viven en México han adoptado sin dificultad la tortilla, pero yo no podría comer arepa todos los días.

Antes de que estas declaraciones provoquen una queja ante el consulado de México en Colombia, me apresuro a declarar que en cada visita he podido observar otros elementos culturales muy atractivos. Por ejemplo, es muy interesante el hecho de que las mujeres de cada región del país tengan una personalidad marcadamente distinta. Las bogotanas son elegantes y discretas, mientras las mujeres de la costa son sensuales y desinhibidas, y las de la región central son cariñosas y coquetas. Estas diferencias son apreciables en su manera de bailar, de hablar, de vestir e incluso de mirar. Sin embargo, no creo que en Colombia podría llegar a haber algo similar al culto a Eva Perón o a Jacqueline Kennedy. Tengo la impresión de que la mujer colombiana, en toda su diversidad, es más una compañera que un objeto lejano y especial.

Pasando al terreno académico, me ha sorprendido la intensa comunicación que existe entre los grupos de investigadores, que siempre están al tanto de lo que ocurre entre sus colegas de las otras regiones. Me parece que las comunidades académicas allí han creado una red informal muy efectiva de intercambio permanente. Y esto es muy notable para mí, pues en México nadie se entera nunca de lo que hace el vecino del cubículo o del salón de clases, y mucho menos de lo que ocurre en las otras universidades del país.

Pero no se crea que mi visión es idílica. Debo señalar que la relación entre los taxistas y los transeúntes es tan violenta como en la Ciudad de México. Y en el aeropuerto, al salir del país, se cobra un elevado impuesto al extranjero si declara que su visita fue realizada por motivos de trabajo (por ejemplo, un profesor que sólo fue a dar una conferencia). Pero este error no es exclusivo de Colombia, sino que forma parte de la carencia de una política de estímulos para fomentar el intercambio de conocimientos, libros y películas entre los países hispanoamericanos.

En contraste, es muy notable la reorganización urbana que ha tenido el centro histórico de Bogotá, y la adopción de un nuevo sistema de transporte público que es cómodo y eficiente. El metro de Medellín no sólo es amplio y elegante, sino, simplemente, uno de los más modernos del mundo.

Por cierto, la calidad de los libros colombianos es reconocida en todo el mundo, y estoy muy orgulloso de colaborar en la coordinación de una serie internacional de antologías que están siendo publicadas en la UPN de Colombia, en Bogotá, y que las universidades mexicanas fueron incapaces de llevar adelante.

Los colegas colombianos que conozco en México parecen confirmar la impresión que tengo de que haber nacido y crecido en Colombia podría garantizar un equilibrio natural entre la capacidad de inmersión en lo cotidiano (que puede manifestarse en una afinidad hacia la música y el baile) y una notable disciplina de trabajo (que se manifiesta en un apasionamiento por lo que se hace, y por el deseo de hacerlo bien). Espero seguir conociendo el país y aprender más sobre una cultura donde, aunque no se conoce la tortilla, todavía se puede probar el mejor café de la región.

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