Es el gran icono de la fotografía colombiana del Siglo Veinte (si se considera la hermosa e incurable mexicanidad de Leo Matiz), el retratista memorable, el gran demiurgo de una estética visual que, más tarde, sería adoptada, con o sin conciencia, por una horda enardecida; pero se ha negado a gozar de una manera obscena de las mieles del triunfo, despilfarrando una discreción y un extrañamiento que a veces parecen adoptar la forma del desdén, de la crítica lúcida, el venenoso sarcasmo y el arrobamiento interior.
Sabe que retratar es embalsamar prematuramente, detener para siempre un atroz o hermoso parpadeo, celebrar el abismo, aislar un objeto de su contexto mortífero. Afirma que quienes ejercen este oficio, peligroso y abisal, tienen el ojo hambriento y el oído aguzado, para escuchar cómo se desliza, en puntillas, el señor del tiempo.
Hernán Díaz lleva cincuenta años inmerso en su maravilloso ritual -–temeraria escaramuza con Cronos– y ha obtenido, como contraprestación, el esplendor y la amargura, el edén y el averno, la comunión y el desamparo, el hallazgo deslumbrante y el paso perdido, sabedor de que, contrario a lo que podría imaginarse, el fotógrafo es un ser solitario al que asilan y encarcelan sus propias imágenes, y alguien a quién el mundo solamente se rinde cuando ejerce su profesión insensata.
Su obra está habitada de imágenes táctiles, tan próximas y cálidas como un abrazo evasivo, y las creaturas que la pueblan, las víctimas de sus disparos, fueron atrapadas en los grandes salones palaciegos, en los círculos donde gozan y se incineran los «preciosos» burgueses, en los apartamentos lóbregos de los exiliados voluntarios, en las densas buhardillas que atestiguaron la hambruna inaugural de los grandes pintores y el discurso obseso de los novelistas en ciernes; en las habitaciones de unas mujeres tan deseables y espléndidas que habrían merecido ser eternas, y la mayor parte de sus «capturados» encontró, de una u otra forma, las puertas de acceso a la fama, a la popularidad y al poder, lo que lo convierte en el dueño de un magnífico friso social, especie de «Comedia Humana» balzaciana escrita con los verbos y los adjetivos de la luz...
Él recuerda: cuando era un niño, descubrió en El Tesoro de
Descubrió pronto que un cazador de imágenes es un viajero perpetuo, y que en el nomadismo encuentra su destino y pule con paciencia sus armas de batalla. Estuvo en Nueva York y en París, en Roma y Berlín, en Ciudad de México y Ámsterdam, siempre con la cámara presta para profanar el secreto de la piedra, o la voz antigua de los antepasados que –como lo descubrió Lawrence Durrell-–, en todas partes del mundo buscan los suspiros de los vivos, para que los reintegren, aunque sea durante una simple fracción de segundo, a la miseria y grandeza de la vida terrena.
Desde las entrañas rebeldes y convulsas de los años sesenta, sus fotografías empezaron a circular de manera constante en libros y revistas y un grupo de fervorosos lo transformó en el gran elegido, la lente privilegiada, casi un objeto de culto, especialmente desde que hizo los primeros desnudos fotográficos, abriéndole una herida mortal a nuestro sofocante y abstruso catálogo de escrúpulos. Es en ese sentido el padre terrible del escándalo, el colonizador de la nación del deseo, siempre vigilada y reprimida.
Desde temprano se decretó alumno de Richard Avedon, el fotógrafo norteamericano cuyos modelos, tiznados por el cieno de la escaramuza cotidiana, describen morosamente las fatales olimpiadas del tiempo.
En este artista se descubre, postula Hernán, toda la grandeza posible de los obreros de la luz, que es, según él, la definición más certera para esta prestidigitación, donde se combinan y entrelazan, milagrosamente, la mayor zona posible de realidad –el objeto capturado– con el territorio extremo de la ilusión –la celda que lo captura.
Su primera carnada erótica fue la modelo Dora Franco. Eran los años sesenta y ella electrizaba a los hombres, desde los millonarios, los herederos y los afortunados, hasta los que nunca serían capaces de lanzarle un elogio porque la consideraban un exceso de la voluptuosidad.
El pacto se dio sin demasiados comentarios, sin dubitaciones, con la convicción de un maravilloso complot, y en medio de la sesión fotográfica ambos supieron que John F. Kennedy había sido asesinado en el sur de los Estados Unidos. Sin embargo, no interrumpieron la marcha de su insurrección sensual, eclipsados ante el esplendor atemporal del cuerpo, y desdeñaron como prófugos felices, los pormenores catastróficos de la aborrecible historia.
No es una hipérbole decir que Hernán Díaz ha escudriñado, con igual proporción de incredulidad y de asombro, el cuerpo erótico y el cuerpo social, pero solamente del primero obtuvo una contraprestación decente. El otro únicamente le legó cierto sabor salobre que a veces envenena sus atardeceres.
Así, desde la desnudez del cuerpo, o la cárcel de la gestualidad, desde el restallante histrionismo de la gran farsa social, los rictus enardecidos del poder y su fatal torrente, el fotógrafo se erigió en ladrón de los instantes, del minuto tembloroso, y demostró, para el asombro de sus espectadores, que lo mediocre y lo banal son tan perecederos como lo sublime.
Arrancados de su periplo desesperado y finito, los hombres y mujeres que conforman esta galería esfumada arrojan un extraño fulgor, se desprenden de la cautela y el presidio que se construyeron a sí mismos y se funden en una sola, bella, apocalíptica e inolvidable hermosura. Tal vez por eso, Hernán siente ahora que ha tentado al porvenir y sus espectros a la manera de los héroes trágicos, y, sin embargo, continúa su tarea: robar el fuego del instante antes de que se transmute en hielo