Rafael Barrett

Dueño de una biografía casi tan neblinosa e inasible como la de Lautréamont, Rafael Barret fue un ensayista, narrador y periodista español que terminó inscrito en la literatura paraguaya, país que, faltando tan solo un año para el centenario de su muerte, le considera uno de sus principales revolucionarios y vanguardistas, como lo ha escrito bellamente Augusto Roa Bastos.
Nacido en 1876 y muerto en 1910, su corta vida estuvo marcada por incontables destierros y un ánimo pugnaz contra todas las formas de vileza, enmascaramiento, idolatrías o farsa. Tal vez por eso, Barrett, a tiempo de empuñar la pluma, no perdió ocasión de retar a duelo a todos sus adversarios ideológicos. Residió en Argentina, Brasil, Inglaterra, España, Francia, Uruguay y Paraguay, siempre trabajando como periodista en los principales diarios. Escribió varios libros –Moralidades actuales, El dolor paraguayo, Mirando vivir, Páginas dispersas, Al margen– pero en vida no tuvo mucho reconocimiento literario.
Para probar su grandeza basta con recurrir a Jorge Luis Borges, quién en una carta de 1.917 a su amigo Roberto Godel escribe: “Te pregunto si no conoces a Rafael Barrett, espíritu libre y audaz. Con lágrimas en los ojos y de rodillas te ruego que compres Mirando la vida de este autor. Es un libro genial…”
Rafael Barret es considerado un precursor de la insurrección existencialista y, por su manera de percibir sacrosantas instituciones como la iglesia, el matrimonio, la revolución y el estado, como un anarquista en la más precisa acepción de esa maravillosa palabra.



GALLINAS

ientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada.
La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis aves, y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llena para mí de presuntos ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil.
Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas el intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí, y cegado por la rabia maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso acep­tar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo y en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presu­puesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver.
¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfian­za y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario...