Enrique Hernández D`Jesús

Enrique Hernández con el poeta libanés Adonis

La summa del rostro
Por Amparo osorio

Con generosa y paciente sabiduría y una voluntad indoblegable por establecer vínculos entre el arte y la vida que nos permitan develar secretas realidades en los mundos insólitos de grandes creadores planetarios, Enrique Hernández D´Jesús, fotógrafo, editor y poeta venezolano (Mérida, 1947), se ha convertido en el artífice de una de las más grandes colecciones fotográficas de América Latina, que ya supera los 3.000 rostros.
Conjuntando, en su serie más emblemática, el retrato, la caligrafía y el poema de su personaje elegido, a fin de que desde el vaivén de estos barcos imaginarios hagamos el viaje, el fotógrafo impugna una realidad perturbadora, la de la luz fundida con un grafismo que como en el Génesis bíblico, podría emularla. Un viaje entre lo uno y lo otro, por entre materia y espíritu, en una fecunda travesía lúdica.
Estas imágenes emiten remolinos de sentimientos. La figura de un rostro junto a una caligrafía nerviosa de un poema que gira en torno funda un oleaje rítmico, un verso a la deriva.
Estos retratos intervenidos poéticamente por sus propios modelos imponen una fuerza singular. Los contemplamos y los leemos con los ojos de la mente. Los escuchamos desde el tiempo de todos los tiempos, porque quizá –y allí radica el arte de Hernández D’Jesús–, su secreta pasión es derrumbar los tiempos lineales de la historia, para legarnos los tiempos de la poesía. Es decir, la poesía como historia misma con su transcurrir atemporal y metafísico. No nos muestra este trabajo a una generación literaria o artística; el suyo es un profundo recorrido por vertientes extrañas, esas que emanan de las singulares líneas de los rostros y de las palabras poéticas del hombre.
Instantáneas de Adonis, Allen Ginsberg, William Burroughs, Yevgueni Yevtushenko, Enrique Molina, Octavio Paz, Lawrence Ferlinghetti, José Saramago, Anne Waldmann, Emilio Westphalen, Gregory Corso, Issa Makhlouf, José Watanabe, Juan Gelman, Ledo Ivo, Rafael Alberti, Roberto Juarroz, Salah Stétié... lecturas misteriosas que otorgan a veces una nueva imagen y que trascienden a la expresión fotográfica misma: a través del rictus, ese sello personal y único que nos conduce a otras realidades interiores.
El destello final surge de la percepción del poema en sus lenguas originarias. Al hacerlo, pareciera que entramos a una ventana mágica que nos transporta por arquitecturas góticas, por cielos impensados, por insospechadas geografías que pueden remitirnos incluso a las iniciales noches de Sherezada o a las señales de Odín, porque también esta incomparable colección de caligrafías posee una extraña individualidad que la aleja del contenido del poema, otorgándole un corpus propio que encierra el enigma de un lenguaje primero y universal.
Un poema en Náhuatl, hopy o maya por ejemplo, puede remitirnos a través de sus jeroglíficos a la historia de la Conquista de México. Recorremos las complejas simetrías de otros idiomas, entramos a la dulce y exótica Beirut escalando la arquitectura de un poema de Joumanna Hadad o nos adentramos a la mítica cultura japonesa como en el retrato de Tendo Taijin, aquí publicados. Fusión de rostro y palabra esencial de lo poético, quintaesencia de la existencia, vestigio incorruptible del hombre en su sobresaltado paso por la Tierra. Estos signos, símbolos, ideogramas, silabarios y letras que fijan la morfología de las palabras, nos guían a la emoción de sus metáforas poéticas. Contemplar es otra forma de leer. Sí, caligrafías que contienen el alma de una lengua, palabras que suben en espiral por los hilos invisibles que van tejiendo los diversos idiomas del mundo.
Asomándonos a otra parte de sus diversas colecciones fotográficas, realizadas siempre bajo el dominio de un alto contraste, encontramos los puertos de la infancia, la onírica melancolía de unas múltimuñecas que abren el ayer que nunca ha huido o lo dictan una vez más en los ojos estáticos de esos cristales envejecidos. Rememoramos como si fuera nuestro, ese tiempo insepulto lleno de objetos, que se va constituyendo en sumas y restas de un enigmático devenir. Contemplamos manos crispadas que se abren para asir un rostro, caballitos donde todavía cabalgan los sueños, dorsos perdidos en la bruma de las olas, objetos que se enlazan como una constante metafísica que pretende llevarnos a los puertos del origen.
El periplo de su ojo errante ha sido muy extenso, del retrato clásico podemos ir al los cuerpos enardecidos, de objetos desechados en las calles a las figuras de las letras más representativas de Venezuela, Colombia, México y Argentina, que tienen su fundamental espacio en estas memorias claroscuras. Así como un día oprimió 86 veces el obturador frente a Jorge Luis Borges para celebrar en luz detenida su tiempo cada vez más fugitivo, también emprendió hace una década su famosa serie de “Escritores Embotellados”, expuesta en varios países de América Latina, en la cual el espectador encuentra la ironía de la búsqueda estética propuesta por su hacedor y donde el rostro del personaje ovalado por la forma del cristal que contuviera en su pasado la bebida embriagante, nos ofrece un signo dionisiaco del universo poético.
El suyo en síntesis, es arte sobre arte. Un arte independiente que se suma a la abstracción de los sueños y a la supremacía lúdica de sus obsesiones permanentes. Queda apenas preguntarnos: ¿Nos lee Hernández de Jesús en sus noches de generosas utopías? ¿Al leernos estamos leyéndolo a él y asistiendo a sus amorosas conquistas o a sus largas disquisiciones poéticas? Esto no lo sabremos nunca, pero sus privilegiados vasos comunicantes con el arte, parecieran decirnos que hacemos parte del delirio de este hermano venezolano que ha creado con estos mundos paralelos uno de los más reales y conjurados caminos de la fraternidad.