Señales en el camino

Por Marco Antonio Campos

Días de larga lluvia o niebla espesa en el otoño frío de Bogotá. Casas e iglesias con dos o cuatro techos donde la arcilla roja da color a la mirada que se perdió en el gris. Campanarios de donde vuelan cada hora campanadas para que se oigan en toda Cundinamarca. Balconerías verdes y azules con el material de hace mucho tiempo.

En la plaza de Bolívar, pletórica de palomas grises, bebo un vaso de sangre en honor de los cainitas, mientras se agita triste la bandera de Colombia en el Palacio de Justicia. Por el número de palomas no se puede ver en la plaza otro color que el gris y por las nubes no se puede ver en el cielo otro color que el gris. Sigo por la Calle Real. Por su larga herida a lo largo de su verde geografía, a veces amo en el dolor tanto a Colombia como amo a México. Me detengo. Hay algo en el aire como una música: la voz de hoja temblorosa de las bogotanas, que codiciarían en el alba las alondras, me hace difícil la respiración. Cada quien quiere a su manera, es bueno o malo a su manera, y se reconcilia así, pero ni mis padres ni yo nos entendimos nunca. Los malos hijos seremos siempre los malos hijos pero no hay nada de qué arrepentirse.

Llego a la Avenida Jiménez. De las iglesias lindantes de San Francisco, la Veracruz y los Estigmas, estalla en luz el oro que se extrajo del fondo de los socavones para entregárselo en las manos a Dios. Aquí enfrente, desde la acera oriental del parque Santander, sale a diario a caminar de noche José Asunción Silva para oír los murmullos de hombres y mujeres que se quedan en los follajes de los árboles, reconocer las sombras de la Bogotá de 1890 y para buscar los pedazos del corazón que perdió y los despojos del Cristo caído.

Bajo una lluvia pertinaz, frente a la tumba compartida de Silva y de su hermana, he llorado al pensar en aquello que no pudo ser ni podía serlo.

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© Marco Antonio Campos