Colombia, la cruel felicidad

Por José Ángel Leyva

Casí no hay lugar donde haya viajado que no me encuentre un colombiano, incluyendo mi país. Unos huyendo de la violencia, otros sembrando una imagen de ladrones y narcotraficantes, otros pocos conociendo mundo y haciendo currículo, algunos más estudiando o desempeñándose con éxito en sus respectivas profesiones y oficios. No podría decir por qué los reconozco antes de identificar sus acentos, quizás su esmerada cortesía, su cautela, el aire de estar en cualquier sitio con dominio de terreno y la mirada a las vivas, porque no todos los colombianos bailan cumbias ni se sienten obligados a seducir al sexo contrario, ni son personajes o narradores del mundo garciamarquiano, o vienen del Despeñadero de Fernando Vallejo. Y sin embargo, Colombia les otorga todos esos rasgos distintivos, porque al igual que los mexicanos, no podemos despojarnos de lo que el cine nacional y la literatura nos ha impuesto como clichés. Quizás la clave me la dio Álvaro Mutis durante un conversación en su casa de San Jerónimo, en la Ciudad de México. Le pregunté si extrañaba el paisaje de Colombia, después de tantos años fuera de ésta, que representan más de la mitad de su vida. Me contestó que sí, pero lo encontraba sin dificultad en ciertos rincones de México, donde la gente incluso era como la colombiana. Puso como ejemplo las zonas cafetaleras de Veracruz.

Uno de los primeros lugares donde viví, cuando vine estudiar psiquiatría a la Ciudad de México, fue justamente en un departamento alquilado por colombianos. Yo era, como ellos, un extranjero en la inmensa ciudad ajena a mis orígenes. Ángela y Arturo fueron mis compañeros y amigos iniciales en esta megalópolis que no sólo me atrapó, sino me habita. Más que una casa, era una especie de aeropuerto donde aterrizaban todos los colombianos que se enteraban de que allí, cada fin de semana, de jueves a domingo, había rumba y hospedaje. Fluía todo tipo de personajes con destino a Estados Unidos, a Nicaragua, a El Salvador, a Europa, a las universidades mexicanas, a cualquier lugar donde pudieran reiniciar sus vidas o sus luchas. La revolución sandinista y las hazañas del M-19 eran a menudo puntos de conversación y divergencia cuando se trataba de colombianos cercanos al régimen de su país, pero nunca motivo suficiente para reñir en medio de un gozoso reventón o en una mesurada fiesta en Casa de Colombia, cuya existencia me parece efímera.

Se hablaba del ajiaco y del sancocho, de la montaña y de los paramilitares, pero poco de la intimidad y del pasado familiar. El día que me percaté de sus historias descubrí sus gestos paranoides, su incómodo estar en un país que tenía mucho y nada de Colombia. Ángela Navarro Wolf, quien salió de prisión directamente a la Ciudad de México, me contaba que la desaparición de Bateman, el guerrillero legendario del M-19, se debía a una estrategia para impedir que lo mataran. Supuestamente se encontraba emboscado en la selva de Panamá, desde donde acudiría, como siempre, a festejar cada cumpleaños a una isla donde mandaba traer a su madre, a sus amigos y los grupos de vallenateros que le animaban la fiesta. Eso, me dijo, lo había escrito García Márquez. No volví a saber de Ángela. Uno o dos años después, su hermano, un conocido guerrillero, deponía las armas y se incorporaba a la vida civil y política de Colombia, con el consecuente atentado y la pérdida de una pierna.

Arturo se fue como corresponsal de guerra a Centroamérica. Yo abandoné la medicina por las letras. A veces, durante años, recibía una llamada desde cualquier lugar del mundo en donde había un conflicto político militar y escuchaba su voz aguda y loca narrarme los acontecimientos brutales que él grababa con su cámara. Luego se perdió la comunicación.

He conocido desde entonces a muchos colombianos ligados a la literatura y las artes, incluso a la política, pero creo que ninguno me ha dado una idea tan cruda de su país como esos dos amigos alrededor de los cuales conocí a muchos otros jóvenes huyendo de la violencia y, quizás, inevitablemente buscándola.

Gracias a Rafael del Castillo fui invitado a la Feria del Libro de Colombia, en Bogotá, y tiempo después al Encuentro de Poesía en la misma ciudad. Conocí al fin Colombia, pero no por sus paisajes, sino por sus personajes. Fabio Jurado, Jotamario Arbeláez, Juan Manuel Roca, Guillermo Ovalle, Guillermo y Fernando Linero, Jairo Bernal, Fausto, Arista, Adriana Orozco, Nicolás Suescún, María Mercedes Carranza, Omar Ortiz, Rogelio Echavarría, Localicé a mi viejo amigo Arturo, quien se hallaba viviendo en ese momento en Bogotá. En medio de una conversación de risas y nostalgias, me dijo cuando nos despedimos: «Ay, hermano, de todas las guerras ésta es la peor. En ninguna vi tanta crueldad como en mi propio país. Hace poco la guerrilla sacrificó a un campesino y lo rellenó de explosivos y lo colocó al volante de una camioneta. Al moverlo explotaríamos todos. Pero un militar descubrió la trampa e impidió nuestra muerte».

Lo que he visto como visitante en Bogotá es un pueblo trabajador y organizado, una sociedad pujante y alegre, una ciudad funcional e imaginativa, pero en cada conversación he encontrado la misma pregunta que nos hermana: ¿por qué seguimos enredados en la misma trampa? Esto mismo se lo escribí a María Mercedes Carranza cuando la invité a la Feria del Libro en la Ciudad de México, donde Bogotá era la ciudad invitada y a la cual ya no podría venir porque tenía una cita con la fatalidad.

«Poeta José Ángel: Gracias por tus palabras generosas, que nos estimulan en medio de esta situación tan dolorosa que vivimos. Gracias y gracias por la invitación, pero es cierto que tengo el viaje a Cajamarca. He estado leyendo tus versos, tus duranguraños, y los he saboreado con interés y placer: hay pasión y también sabia meditación en tu escritura. Va un gran abrazo.

Pd: Sigo enamorada de Alforja: ¡qué magnífica revista!». María Mercedes

He dicho que la clave me la dio Álvaro Mutis para comprender que los colombianos pueden hallar el paisaje de su país en muchos rincones del planeta, pero jamás renuncian al paraíso perdido. Fernando Vallejo dijo que no obstante la tragedia, es el pueblo con mayor capacidad para ser feliz. Y ahora, cuando García Márquez atendía con especial emoción y humildad a sus paisanos escritores, durante la pasada Feria del Libro en el Zócalo de la Ciudad de México, me atreví a preguntarle por qué después de tantos años viviendo en mi país, más de 48, no se hacía mexicano. Él me contestó, ante la sonrisa aprobatoria de Mercedes, su mujer, «porque a los mexicanos no les importa que yo tenga otra nacionalidad, me quieren igual por ser colombiano. A mis paisanos no les molesta que viva en México, pero nunca me perdonarían que dejara de ser colombiano, yo tampoco me lo permitiría».

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© José Ángel Leyva