Una paloma

Por José Vicente Anaya

Para mí, a los once años de edad, Colombia era una paloma. Esto se debió a que estudiaba latín con un sacerdote que me preparaba para entrar al seminario (lo cual no sucedió porque en la adolescencia encontré el enorme gozo del amor a la mujer). En aquel tiempo relacioné el nombre Colombia con columba que es paloma en latín. Después supe que ese país adoptó su nombre como homenaje o reconocimiento a Cristóphoro Columbus (que en este caso el Columbus sí viene de columba). Al paso de más años Colombia fue su literatura y sobre todo su poesía.

En mi temprana adolescencia apareció la vida y obra de José Asunción Silva que mucho me impresionó, y desde aquel entonces, hasta hoy en día, siento ese extraño poético transmitir de un misterio inenarrable en el verso repetitivo: «y eran una sola sombra larga/ y eran una sola sombra larga/ y eran una sola sombra larga...» Más tarde Colombia siguió creciendo en mi mente con los retozantes juegos de palabras y el franco ludismo en los versos de León de Greiff. Con El Gran Burundún Burundá ha muerto Jorge Zalamea me llevó a saborear la sabrosura de nuestro idioma (libro cuya primera y única edición mexicana de 1982 yo elaboré en la Universidad Autónoma del Estado de México, donde trabajé como Jefe del Departamento Editorial). Sigo creyendo que las mejores traducciones al español de la poesía de Saint-John Perse son las de Zalamea; por esto y por su singular ensayo La poesía ignorada y olvidada, Jorge Zalamea ha sido para mí todo un maestro. Otra muy fuerte imagen de Colombia es, sin duda, Cien años de soledad cuya primera lectura hice cuando Gabo no era tan famoso, allá por 1968 (a mis veinte años de edad, participando en la lucha estudiantil contra las opresiones y represiones del gobierno).

Para mí fue determinante el ludismo y liberación de la palabra que ejercieron los poetas nadaístas Gonzalo Arango, Jotamario, Jan Arb, X-504, Armando Romero y otros.

El año pasado, 2003, tuve la oportunidad de participar en el Festival Internacional de Poesía de Bogotá que organiza el infatigable poeta Rafael Del Castillo; y así pude conocer esa bella capital ahora tan castigada (con el país entero) por el irracionalismo de los políticos de todos los colores y tendencias. También conocí y amé a Manizales que en varios momentos la sentí hermanada con la budista Lhasa o con la tarahumara Guachochic (en la Sierra de Chihuahua, mi tierra natal) sobera-namente alzada entre verdores de montañas. Y leer ahora poetas colombianos como Rogelio Echavarría, Amparo Osorio, Gonzalo Márquez Cristo, María Mercedes Carranza, Darío Jaramillo o Álvaro Miranda, por mencionar sólo algunos, es también revisitar a una Colombia que nos da vida, porque la poesía en estos tiempos es también un territorio vivible (la única utopía infinita) y muy superior al que nos entrega y somete el principio de realidad. Por todo lo dicho, para mí Colombia seguirá siendo una paloma.

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© José Vicente Anaya