El problema es el aire

Por Elmer Mendoza

Cruzamos la cordillera siguiendo la ruta de los arrieros. Carlos Barriga me cuenta me engaña me sorprende. Mis oídos sufren: es el aire. Botero dice que la montaña se irrita cuando entrena, pronuncia las cuestas y le manda su mal. Luis Álvaro Mejía me ha dado una bolsa de libros de los mejores narradores del país. En la Literatura está todo, es el corazón y el alma de los pueblos, ¿quién dijo esa barbaridad? Barriga, en el Gallineral, me platica la historia de su abuelo y el asunto de la espía de los ojos negros. El aire moja mis lentes. Valentina toma un helado y Rosalba va al baño. Comemos pescado, bebemos cerveza y aguardiente. La carretera es angosta y peligrosa. Mientras Barriga se siente Mendoza, escuchamos cumbias, vallenatos, cantos del Morichal y jazz. Bebemos tinto. Allí también hay una historia de indígenas y café orgánico, y el aire, siempre el aire que ve todo con ojos agrietados. Recordamos los estoraques y cómo la naturaleza puede dar pie a los genios. Observo que Carlos trabaja demasiado, dice que es la única forma de vivir. El aire vigila aparejado. Visito la habitación donde José Asunción Silva se quitó la vida y no me queda otra que pedirle a mi amigo que me lleve a una tanguera, quiero oír a Gardel, a Troilo, a Castillo, a los viejos. Una manifestación nos cierra el paso. El aire está más denso que nunca. Carlos y Fabio comentan la novela Tequila coxis de Eduardo García Aguilar; algo así como una literatura del recuerdo, por lo que cuenta el autor. Esa noche cenamos crepas y hablamos de la Literatura como rigor, el reino de la incertidumbre, donde jamás sabes qué pasa porque ni lectores ni críticos se ocupan de tus libros. Brindamos, es lo que hacen los espíritus indómitos. Total, todo está más cerca del olvido que de la memoria. Por eso el libro de Eduardo es interesante. El aire, que se ha vuelto opaco, nos golpea los rostros. Frente al santuario de Monserrate pensamos en los fundadores de Bogotá, la sonrisa con la que deben haber brindado. No recuerdo el nombre del lugar donde fuimos a parar, un sitio lleno de mujeres que traspasan espejos, comen gansos crudos y cuando menos te lo esperas se vuelven nacaradas. Si Dagoberto Páramo no hubiera llamado quién sabe dónde estaríamos. Al marcharnos, quedamos paralizados en el centro del sitio, hombres mujeres y niños nos gritaban, No, sorprendidos, sonriendo, continuamos hacia la salida, desplazados secuestrados y asesinados insistían: No, ¿Creen que hicimos caso? Claro que no, un colombiano y un mexicano han aprendido que para salir en la foto hay que moverse. Abrir la puerta y comprender fue uno: El aire, el maldito, estaba muy pesado y era verde.

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© Elmer Mendoza