Colombia, una versión intensa

Por Juan Villoro

Colombia representa para mí una versión intensa y extremada de mi propio país, México. La cortesía, el gusto por el lenguaje, el esplendor de la cultura popular y la violencia son circunstancias que nos unen.

Nuestra historia, tantas veces dramática, nunca es aburrida.

El fútbol colombiano me cautiva por una rara magia que supo descifrar Darío Jaramillo: es genial, pero en cámara lenta. El Pibe Valderrama es el único astro que chutaba prodigios como si durmiera la siesta.

Los escritores mexicanos hemos tenido la suerte de convivir en casa con Porfirio Barba Jacob, Gabriel García Márquez, Alvaro Mutis, Fernando Vallejo, Laura Restrepo, Eduardo García Aguilar y tantos otros.

Me entusiasman las revistas colombianas (Gradiva, Número, Gatopardo, El Malpensante, Semana, sin olvidar la benemérita Eco), inconcebibles en otro sitio. Como tantos, caí enamorado de Margarita Rosa de Francisco en Café con aroma de mujer y lamenté que en la trama de la telenovela México negociara en Inglaterra sus ventas del «aromático grano» sin tomar en cuenta los intereses de América Latina ni los inolvidables ojos de La Paloma.

Conozco Cali, tierra del Rimbaud salsero Andrés Caicedo, y Bogotá, donde me he perdido bajo una lluvia bíblica sin sentir la menor angustia. Sólo esa vez estuve dispuesto a que me tragara el agua o la selva o cualquier vorágine del carajo que trajera la ciudad. El cine de Gaviria y la pintura de Caballero me parecen estremecedores ejercicios de valentía y estética. La poesía amorosa de Darío Jaramillo, los ensayos sobre literatura centroeuropea de Moreno Durán, la alucinada metáfora que Abad Faciolince logró en Angosta, los cuentos de Germán Espinosa y la permanente novedad de Asunción Silva, Aurelio Arturo y Eduardo Carranza son razones para no perder el tiempo en la Tierra.

No conozco Medellín pero he oído la voz de sus mujeres, que justifican la invención del castellano.

Quisiera conocer al bogotano que, según me contó Santiago Gamboa, bautizó una peluquería de barrio como «El Gran Gatsby».

En los edificios públicos de Salmona he sentido el cautivador misterio de estar en un espacio íntimo, donde el ladrillo y los estanques proponen la relación individual de una casa, que en este caso por casualidad recibe a miles de personas.

Reconozco una torpeza de los que somos demasiado altos: no puedo bailar salsa o, peor aún, puedo bailarla atrozmente. Las noches de salsa me hacen sentir extranjero en Colombia pero me repongo al día siguiente en cualquier droguería, donde hay todo de todo (de Internet a una botella de ron y a veces hasta una aspirina) y donde nadie, ni siquiera un desastrozo bailarín de salsa, es extranjero.

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© Juan Villoro