Ventana a Colombia

Por Margarito Cuéllar

Una de las ventanas de mi casa, por lo regular abierta, da a Colombia. Me gustaría ver el país completo, pero no me es posible. Sólo alcanzo a ver Bogotá, Medellín, Villa de Leyva, Tunja y Villavicencio. El resto se ve a través de otras ventanas: la de los diarios, los noticieros de televisión, la Internet, los amigos que aún siguen en Colombia y los que se han ido.

Ver un país a través de una ventana es limitado y peligroso. De Villa de Leyva veo un pueblo lleno de turistas y un cielo transparente. En una de las lomas se alza la maloca de Beatriz Camargo, plena de magia teatral, austeridad y energía. Algunas vacas pastan en el campo y los extranjeros buscan hongos.

De Tunja, la ciudad de los poetas, recuerdo una gran plaza central rodeada de edificios históricos y a Guillermo Velásquez Forero –autor de prosas breves que son una radiografía precisa del humor, el sarcasmo y la reflexión crítica– renegar de Carlos Vives en plena rumba, pero sin dejar de bailar La gota fría. De Villavicencio evoco un par de días con un derrumbe en la carretera que impidió el regreso por tierra de un poeta ecuatoriano (Iván Oñate), un colombiano (Juan Pablo Roa), un dominicano (Alexis Gómez Rosa) y un mexicano (yo). Retraso que impidió a algunos de nosotros estar presentes en Bogotá durante la clausura del VIII Festival Internacional de Poesía, organizado por la revista Ulrika y la Casa de Poesía Silva. Recuerdo una lluvia interminable en el pequeño aeropuerto de Villavicencio, una revisión minuciosa por ser zona con presencia de la guerrilla, un avión para doce pasajeros que me daba la impresión de que era manipulado al antojo del viento; parecía que nunca dejaría de llover, aún dentro del aparato, y que no aterrizaríamos nunca en Bogotá, ya que un vuelo de 45 minutos se prolongó horas.

De Medellín retengo la idea de una ciudad moderna. En 1999 era peligroso transitar por sus calles, pero no tanto como en años anteriores. Desde el Cerro de Nutibara, al que subí aterrorizado en la motocicleta de un alumno de ese poeta mayor, en toda la extensión de la palabra, que es X504, vi elevarse los cometas de variados colores y formas. En esa ciudad sentí la presencia de Porfirio Barba Jacob, no sólo en la Biblioteca Piloto, donde hay abundantes documentos de este poeta nativo de Santa Rosa de Osos, Departamento de Antioquia, sino en la mística de algunos poetas, dotados de cierto aire maldito.

En Medellín los poetas de Prometeo (Fernando Rendón, Gabriel Jaime Franco y compañía) han hecho un verdadero campo de cultivo de la poesía, a través del cual le dan vida a un festival internacional de poesía que goza de prestigio en todo el mundo, a la revista Prometeo y a la Escuela de Poesía.

A propósito dejo al final la ciudad de Bogotá. Antes del verano del 99, época a la que se remontan estas vivencias, la idea que tenía de Colombia era la que transmitían las novelas de García Márquez y la música vallenata, la cual llegó al norte de México, concretamente a Monterrey, a través de Los Corraleros y de grabaciones de Andrés Landeros y Aniceto Molina.

La carrera Séptima me sorprendió un domingo de julio, cuando desde el noveno piso del Hotel Baviera desperté con vista a la Caracas. Un domingo sin gente, salvo los ciclistas y los que caminaban y corrían por la carrera Séptima, que los domingos dejaba de ser arteria vehicular y se transformaba en paseo.

Había aterrizado en el aeropuerto El Dorado un sábado de altas y blanquísimas nubes en el cielo de Bogotá. Ese cielo casi cristalino contrastaba con la atmósfera de violencia, terror y muerte que se respiraba a través de los noticieros. A México llegaba de Colombia un olor a cadáveres descompuestos y no se veía por ninguna parte ese cielo claro, revisto en otros tiempos por Alfonso Reyes, Carlos Pellicer y Gilberto Owen. Recuerdo un almuerzo con los poetas colombianos convocados por María Mercedes Carranza en la Casa de Poesía Silva. Ahí me acerqué por vez primera al humor inteligente de Darío Jaramillo Agudelo, de quien había leído en el avión una biografía de José Asunción Silva publicada por la UNAM. Con Darío coincidiría al año siguiente en el Encuentro de Poetas del Mundo Latino de Oaxaca, México. Ahí estaba la elegancia y el sarcasmo en persona en la figura de Jotamario Arbeláez, con quien coincidiría tres años después en la ciudad de Washington D. C. durante un maratón de poesía. Aquel verano Jotamario me pareció una figura emblemática, casi patriarcal, ensimismado en su barba blanca y su traje de funcionario cultural.

Pienso en la mirada desconfiada y un tanto huraña de Rafael del Castillo Matamoros, organizador del Festival de Poesía en Bogotá; hombre de las confianzas de María Mercedes Carranza que me brindó todo tipo de apoyo para moverme a mis anchas por las pasarelas literarias de Bogotá y Tunja.

Jorge Rojas Otálora y Fabio Jurado me invitaron a publicar un pequeño volumen de poesía en la colección Viernes de Poesía, de la Universidad Nacional de Colombia; así que en el 2000 apareció Plegaria de los ciegos caminantes, librito que plasma, entre el vértigo y el deslumbramiento, el amor y la distancia, la atmósfera de dos países: Colombia y México. Con el paso del tiempo la ventana a Colombia siguió abierta. A través de ella conocí la poesía de Henry Luque y la de Juan Felipe Robledo y en México con Juan Manuel Roca redescubrí Xochimilco. La muerte de María Mercedes Carranza sigue siendo una herida profunda para quienes amamos la poesía y la paz. Mi ventana a Colombia tiene un portal al que suele asomarse, entre la bruma y la vigilia, la figura de una mujer que va por las calles de Bogotá con la esperanza y el amor a cuestas, haciendo florecer sueños locos y configurando palabras y tarjetas postales a la manera de los rapsodas y los artesanos de los días.

Y aunque la violencia sigue alcanzando índices de alarma y el bombardeo de notas sobre desplazados, bombazos, enfrentamientos, lágrimas, luto y secuestros siga siendo el pan de cada día de los noticieros, conservo la firme esperanza de que un día –espero ser testigo de ello– la palabra paz ondeará en el cielo de Colombia como una bandera que se vislumbra desde el cielo de Utopía.

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© Margarito Cuéllar