Colombia en blanco y negro

Por Mónica Lavín

Cuando uno ha conocido un pedazo de un país a vuela pluma, entre voces de escritores, con el ánimo agradecido por la oportunidad, con la curiosidad azuzada y el talante dispuesto a registrarlo todo: temperaturas, sabores, vistas, preocupaciones, tensiones, arrebatos, el álbum de la memoria tarda tiempo en armarse.

Las instantáneas flotan hasta que las palabras las aprisionan. Recuerdo una Colombia en blanco y negro, no porque el verde oscuro bogotano y el tierno cartagenero le restaran color, la recuerdo en contrastes asombrosos. La altura nubosa de la cumbre de Monserrate y el barrio antiguo de La Candelaria, de casas señoriales con fachadas coloridas a las faldas de la sierra. El dulce hablar de los bogotanos con ese título de doctora por delante y el usted salpicando de cortés reverencia mientras los militares vigilan las puertas del Hotel Tequendama y revisan nuestros bolsos. Las precauciones para andar afuera y dentro del hotel y un ejército de adolescentes deportistas bajando y subiendo por los ascensores con sus atavíos de colores y fisonomías diversas. Los ladrillos rojos contra un cielo azul intenso. Bogotá es una ciudad de ladrillos rojos, de edificios modernos espectaculares, que rozan la altura del Monserrate, al menos así se percibe desde el cuarto del hotel, y de negocios abandonados, construcciones detenidas en el tiempo. (Algunas partes me recuerdan a una ciudad de México de los años cincuenta). Colombia es el oro labrado en pequeñas piezas y el gran formato de los cuerpos desbordados de un Botero. Es el amasiato entre la rana y el sol, batracio desbancado por su infidelidad al astro rey. La adúltera es reina en la tierra y es objeto de culto, pieza dorada en un arete, en un dije. Bogotá es tierra fría, tierra de montaña que obliga a ponernos el saco grueso, el abrigo y a comer caldos restauradores e inolvidables.

La legendaria Cartagena, al cobijo del mar Caribe, es la foto de ropa ligera, las construcciones de grandes rejas, aleros y patio central engalanado de exuberancia vegetal. Cartagena disimula la violencia que amenaza al país, no la caminan los soldados y el silencio. Cartagena es desparpajada, con esa cara al mar pobló sus muros con un poco de África, Europa y América. En Cartagena el tiempo se desanda porque se diluye en las aguas que llevan y traen lo insospechado. Un convento es un hotel que arrulla los pecados y absuelve a los hedonistas que se saturan las venas de vino, paisaje y piel. Cartagena es bullanguera, el mercadeo da vida a las calles, la música sale por los poros de los edificios, por los poros de sus habitantes. Está allí para ser novelada por García Márquez o Efraim Medina que nos cuenta de Diomedes (así sin acento en la o), de la leyenda viva y no podemos resistir comprar sus vallenatos para llevar un poco de Cartagena de vuelta a casa. Diomedes que aún preso tuvo permiso de salir a cantar a las calles de Cartagena. La música es el perdón y la redención. Así parecen saberlo los cuerpos que se dejan a los ritmos que en su frenesí destilan esa nostalgia propia de los pueblos que miran al mar como si algo se les hubiera perdido para siempre y existiera, de cualquier manera, una esperanza en la incertidumbre del horizonte. Colombia en blanco y negro tan cerca de la perplejidad y el asombro, del dolor y la alegría, tan cerca de México.

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© Mónica Lavín